100 años de Dadá
Un siglo de gamberrismo.
Cabaret Voltaire, Zurich
Febrero de 1916.
Tristan Tzara y Hugo Ball se toman algo tranquilamente en la Suiza neutral mientras desprecian al artista burgués, un títere al servicio de a saber que poderes, incapaz de crear algo nuevo. Para ellos el arte no debe quedarse en un lienzo, debe infectar a la totalidad de nuestra existencia. Es un modus vivendi que se debe extender a gestos y actos de la vida cotidiana.
Miran a su alrededor. En el café hay gentes de todas las nacionalidades, muchos de ellos refugiados de la Gran Guerra, que en esos momentos asolaba Europa. El mismo Lenin vivía por ahí, y frecuentaba el bar siempre un poco embriagado gritando “Da Da Da!!” (“si, si, si” en ruso). James Joyce estaba también en la ciudad, dándole vueltas a su extraña novela de nombre Ulises y vivía justo al lado del cabaret. Einstein también andaba por Zurich en esa época, pero no hay datos que lo vinculen al local.
Entre tantas futuras celebridades, se gestó el dadaísmo. Una de las múltiples leyendas sobre el origen del nombre dice que Tzara abrió un diccionario y encontró la palabra al azar. Sea como sea, esa noche los dos poetas se suben al escenario y comienzan a leer a coro sus poemas automáticos (al azar) o abstractos (ruidos), arengados por los clientes. Sus delirios durarían toda la noche.
A la noche siguiente hay más gente, incluidos muchos artistas que se atreven a exponer sus escandalosas obras: Arp, Huelsenbeck, Richter… la futura aristocracia dadaísta, compitiendo a ver quien hacía la mayor gamberrada. El escándalo está muy bien visto. La lógica no: la sobriedad no es bien recibida. Se produce quizás alguna pelea… después de todo, esa gente valora la destrucción. O para ser exactos, una destrucción creativa.
La contradicción es la norma. Dadá es anti-arte, anti-literatura, anti-todo… Por cuestionar, hasta se cuestiona el propio dadaísmo. Sin embargo, este mensaje se expande, y poco a poco va repercutiendo en todos los campos artísticos. El caos, el azar, lo imperfecto… eso es la belleza. Después de todo, ¿no es así la vida real?.
De pronto, en el arte moderno se empiezan a usar técnicas dadaístas como la utilización de materiales de deshecho, sobre todo los encontrados por azar, el unir fragmentos en principio inconexos (nacen así el collage y el fotomontaje), o fantasear sobre qué es arte. Pues por ejemplo, un urinario es arte.
En Berlín, Dresde, Paris y Nueva York el nuevo arte arrasa y el Arte se convierte en algo peligroso, subversivo, contracultural…
Por supuesto, el espíritu dadá lleva intrínseca su propia destrucción. Dos sucesos marcan el fin del movimiento: Una obra de teatro en Paris (“Corazón de gas”, de Tzara) que acaba en batalla campal, y el cierre del Cabaret Voltaire. Los honrados ciudadanos de Zurich no pararon hasta cerrar ese antro de mala muerte.
Aún así, los ecos del dadá retumban fuertes hoy en día y su influencia se percibe claramente en corrientes culturales posteriores: el surrealismo (una especie de dadaísmo con consistencia teórica), los situacionistas de los 50 (vandalismo, graffitti, slogans…), el Arte Pop, los Hippies, el Punk (nihilisimo, provocación, molestar a los padres, tipografías…), el Street Art, lo posmoderno… Todos deudores del sinsentido dadaísta.
Hasta Lenin volvió a su país para llevarles la revolución dadá, aunque parece que la cosa se le fue un poco de las manos…
Quizás este video explique mejor la naturaleza del movimiento: