Art Brut y esquizofrenia
Un repaso al arte esquizofrénico de Robert Gie.
Hacia el año 1947, tras abandonar el psiquiátrico de Rodez, Antonin Artaud escribe su ensayo: Van Gogh, el suicidado por la sociedad. Esta obra que Breton señalara como el culmen de su producción, supone una lección singular de cómo escribir sobre arte, a caballo entre prosa, poesía y deconstrucción formal.
Al final del texto, Artaud compone la metáfora del cuerpo como devenir máquina:
El cuerpo bajo la piel es una fábrica recalentada
y fuera
el enfermo brilla,
reluce,
con todos sus poros,
reventados.
Esta imagen servirá para el análisis de la sociedad capitalista a través de los procesos de producción insertados en los distintos flujos de deseo: todo es producción y toda máquina es máquina de máquinas. En estos términos, podemos entrever el paradigma esquizofrénico que nos envuelve como una espiral capaz de aprehenderlo todo en su rizo permanente.
En 1919, el psiquiatra e historiador del arte alemán Hans Prinzhorn introduce la pintura a modo de terapia entre sus pacientes del hospital de la Universidad de Heidelberg, sentando así el precedente que desembocaría en lo que Jean Dubuffet, en 1945, denominó como Art Brut. Fascinado por el poder y la veracidad que contenían los trabajos de estos seres apartados de la sociedad, Dubuffet se dedicará a recopilarlos y exponerlos durante el resto de su vida, legando una importante cantidad de obras a la Collection de l’Art Brut (Ville de Lausanne). Entre estos artistas se hallaban enfermos mentales, pero también presidiarios, niños, autodidactas…
Uno de ellos es Robert Gie., quien lleva a cabo su labor artística hospitalizado en el psiquiátrico Rosegg con diagnóstico de esquizofrenia. Sus alucinaciones han quedado recogidas en diferentes retazos de papel que hoy suponen un testimonio de valor incalculable para acceder al delirio esquizofrénico.
Las intrincadas conexiones que Gie.reproduce sobre el papel muestran a la perfección cómo el cuerpo del hombre, convertido en máquina –ser del capitalismo–, se encuentra imbuido en el proceso mismo de producción, completamente atravesado por los flujos del deseo. Con ademanes propios de marionetas, las figuras se hallan despersonalizadas en un boscoso paisaje de líneas que son los conductores energéticos del proceso representado.
Estos dibujos recuerdan a los tratamientos de electroshock aplicados como terapia en centros psiquiátricos. El sistema nervioso del hombre pasa a formar parte de redes más amplias de interconexiones, quedando subsumido en un todo maquínico por el conjunto general de producción.
La totalidad de los personajes se unen entre sí por estos flujos, que a su vez conectan con otros en un sinfín de prolongaciones. El organismo está sometido a la única organización que le viene dada por su carácter deseante, no puede salir de ella. Cada órgano supone una máquina que canaliza su flujo a otra máquina, entrando en un proceso donde lo único que se produce es la propia producción: naturaleza esquizo.
Estas obras ponen ante nosotros el particular código de registro que usa el esquizofrénico: el código delirante o deseante. Gracias a él, comprendemos la inscripción del cuerpo como devenir máquina dentro de los procesos de producción, al mismo tiempo que el delirio social se inserta en la lógica del modelo capitalista: lógica esquizofrénica.
Aunque pueda parecer distante, en obras posteriores se hallan claras reminiscencias de los postulados que mencionamos. Un ejemplo de ello puede ser esta obra del artista pop Richard Lindner – el movimiento Pop llegó a tener un importante sustrato crítico respecto a la sociedad contemporánea (véase Roy Lichtenstein)–, en la cual un niño de abultada fisionomía introduce una máquina en un conjunto de máquinas de mayores dimensiones. Frente a los dibujos de Gie, aquí percibimos una intensa riqueza de colores y hallamos en el título una pequeña descripción de la escena; no obstante, en ambos casos persiste el dualismo: capitalismo-esquizofrenia, articulado mediante diferentes expresiones artísticas.