David Lynch y Francis Bacon: Un análisis comparativo
Un estudio de la relación entre la obra del cineasta norteamericano y el pintor irlandés.
El cineasta David Lynch, también pintor, nunca ocultó la influencia de Francis Bacon en su obra. Como él, siempre quiso reflejar la vida en la muerte y al ser humano mostrado tal cual es: deformado, fragmentado e inmerso en un infierno. En ámbos, la realidad objetiva de la vida es una apariencia que sólo se puede intuir con una representación plástica.
David Lynch, artista polifacético.
Nacido en Montana, Lynch es un artista absolutamente estadounidense, aunque sus influencias denotan un llamativo gusto por el arte europeo.
Como director, en su obra no puede (ni quiere) ocultar la impagable deuda a autores clásicos como Jacques Tati, Federico Fellini o Luis Buñuel, pero es la formación plástica de su juventud en la que encontramos la esencia fundamental que convierte su estilo en uno de los más personales del panorama cinematográfico de los últimos treinta años.
También afamado pintor y fotógrafo, Lynch hace constantes homenajes en sus creaciones a los tres grandes pintores que lo influyeron: Oscar Kokoschka, expresionista austríaco con el que intentó estudiar arte en sus primeros años, Edward Hopper, del que adopta el protagonismo del paisaje americano, en el cual habitan enigmáticas y solitarias figuras, y sobre todo, el pintor irlandés Francis Bacon, con el que comparte una misma sensibilidad plástica y un gusto por la oscuridad, explícita o no, siempre latente en la realidad, por muy luminosa que ésta parezca a primera vista.
Francis Bacon, pintor del ser humano.
Aunque nace en Dublín, Bacon se muda a Londres en 1914, y es ahí donde produce el grueso de su obra a partir de los años 20, cuando descubre su vocación al asistir a una exposición de Pablo Picasso.
Desde el principio, quiso plasmar figurativamente la tragedia de la existencia y para ello, convirtió a la figura del ser humano en su principal tema. “Me gustaría que mis cuadros se vieran como si un ser humano hubiera pasado por ellos como un caracol, dejando rastros de su presencia y de la memoria del pasado, al igual que un caracol deja rastros de su baba.”
Es a partir de los años 40, con una obra ya madura, cuando se consolida como una de las más singulares de la pintura británica y mundial. En pleno terremoto artístico causado por el expresionismo abstracto que causaba furor en norteamérica, Bacon se erige como uno de los principales (quizás el principal) pintores figurativos de la segunda mitad del siglo XX y de los más cotizados hoy en día, siendo uno de pocos casos de justicia histórico-artística en el críptico panorama del mercado de arte contemporáneo actual.
La expresión del horror.
Los óleos de Bacon, carentes de todo realismo, son paradójicamente un fiel reflejo de la vida misma por su sorprendente capacidad de conmover la sensibilidad más profunda de quien los contempla. El espectador, impotente y aterrorizado, se ve reflejado en esos retratos de hombres modernos, convulsos y amenazados por la violencia y degradación que los rodean en un ámbito de supuesto bienestar, y al mismo tiempo, movidos por una búsqueda desesperada del amor. Bacon potencia este reflejo cubriendo con un cristal la mayoría de sus obras.
El ser humano sufriendo es extrañamente reconocido por el espectador, que a modo de inexplicable arquetipo, está presente en el inconsciente primitivo, cubierto de capas de supuesta civilización y humanidad, mostrando de refilón un cruel e implacable retrato de la complejidad de las emociones humanas.
Pero la profundidad emocional de estas figuras en agonía no hacen más que multiplicar el hecho obvio de que son únicamente materia. Materia violenta, terrorífica, angustiosa, capaz de repugnar a toda una dama de hierro como la primera ministra Margaret Tatcher que la calificó de “asquerosa carne en descomposición”.
Lynch adopta esa belleza de lo desagradable.
David Lynch será el cineasta que mejor refleje estos sentimientos en su terreno. Algo tan complicado que sólo parecía poder ser expresado con la pintura feroz de Bacon, es eficazmente trasladado por Lynch a la imagen en movimiento.
Sus personajes son a menudo claros paralelismos de esas figuras de Bacon: una contradictoria mezcla entre lo animal y lo humano, lo realista y lo irreal, lo desagradable y lo bello. Sus personajes son “Carne y cigarrillos”, como los de Bacon, en los que el singular director afirma ver la perfección estética.
Esta visión poco amable del ser humano es habitual en los personajes de Lynch. La deformidad de la figura (“El hombre elefante”, 1980), la existencia de esa figura prisionera en ambientes opresivos y malsanos (“Cabeza Borradora”, 1977), la convulsión de la agonía (“Lost Highway, 1997), la violencia latente en una sociedad aparentemente feliz (la serie de TV”Twin Peaks”, 1990) o dicha violencia presente en el amor (“Corazón Salvaje”, 1990) y el sexo (“Blue Velvet, 1986”), incapaces de deshacerse de su condición animal.
El ser humano, ilustrando lo inexplicable.
Pese a estas evidentes semejanzas en la obra de los dos artistas, también hay claras diferencias. El desfase generacional es la principal, pues ámbos autores son producto de su época y su nacionalidad.
El arte de Bacon, que vivió en un Londres devastado por las dos guerras mundiales, es mucho más sombrío por el carácter autodestructivo de su vida, que aplicó de forma radical en su obra. Homosexual y masoquista, cada noche al salir de su estudio se ahogaba en cerveza y peleas, que plantaban la semilla para una nueva obra de arte, en la que expresaba el terror y el sinsentido de la tragedia de la existencia.
Por el contrario, Lynch, perteneciente a una América rural, siempre abrazó la comedia como forma de expresar eficazmente dicha tragedia, y explotó la rica (y aparentemente superficial) iconografía pop de su país, desde el rock and roll, tan presente en sus películas y sus bandas sonoras, hasta sus recurrentes guiños a obras cinematográficas como “El mago de Oz” o las grandes piezas del cine negro.
Sería justo además decir, que frente al negativo retrato que hace Bacon de la imposibilidad de las relaciones humanas, la obra de Lynch deja un cierto poso de optimismo, por muy amargo que sea, pues de una forma u otra, en sus películas siempre acaba triunfando el amor.