El canon historiográfico y sus implicaciones eurocentristas
Si... el arte está fabricado por el hombre blanco occidental.
Vas a una exposición, paseas por una ciudad, aprecias los volúmenes de una escultura monumental, y te empapas de ese canon estético que la historiografía ha implantado (sin darte cuenta) según preceptos eurocentristas que limitan cualquier tipo de otredad. ¿No me crees? ¿Exagero? Ve a cualquiera de estos lugares, siéntate, y hazte las siguientes preguntas: ¿Cuántos de estos artistas pertenecen a una minoría étnica? ¿Cuántos de estos arquitectos son mujeres? ¿Cuántas de estas obras de arte reflejan alguno de los dos grupos anteriores? Si la respuesta ha sido un número superior a 5, plantéate la siguiente pregunta: ¿Estoy en una exposición o una zona urbana, dedicada únicamente a un concreto grupo racial o de género? Ahora que he captado tu atención, y que las dudas y la curiosidad afloran por tus poros, querido amigo, empecemos:
Para comprender la reciprocidad entre el concepto de canon y el eurocentrismo, debemos considerar una serie de hechos históricos, comenzando por la formulación a mediados de los siglos XVIII y XIX de la consideración de un canon de las Bellas Artes basado en la teoría artística del Cinquecento, que santificaba la arquitectura, la pintura y la escultura como manifestaciones del espíritu; claramente, en este canon no se incluirán las artes menores, ni el arte africano, el arte primitivo, el femenino, lo exótico, lo infantil o lo oriental. Se establece entonces un canon en el que el hombre blanco occidental (¡el Adonis, el Hércules, el Lorenzo de Médici!) es el eje de la figura del progreso, de la libertad, del humanismo, la creatividad, el poder y la grandeza; un canon que se proyectará sobre objetos y comportamientos interpretados en clave artística y que será el hilo conductor de las Bellas Artes, exclusivas en cuanto a raza y género.
No deja de ser interesante apreciar la ironía de este hecho, ya que (recordemos) el canon resulta un argumento que pretendía avalar una consideración mejor del oficio artístico, que hasta entonces era equiparado con cualquier trabajo manual y artesanal. Actualmente, podemos constatar que lejos de establecer una situación de mayor equidad (una vez alcanzado el ansiado trono del reconocimiento), la historia se repite y cuando estos artistas consiguen su relevancia dentro del mundo de las Bellas Artes retoman el alejamiento hacia aquello que consideran inferior: es decir, los oficios artesanales y las figuras características de la otredad.
La adhesión del arte como actividad liberal y no mecánica era un acierto humanista que se hizo cada vez más frecuente y que las élites fomentaron como un marco de experiencias culturales que favorecían su legitimación social (no nos creamos tampoco que el cambio iba a ser completamente altruista); por supuesto y para no variar, estas élites eran de nuevo hombres blancos occidentales que continuaban el precepto del eurocentrismo con claros toques de falocentrismo.
Pero ahora sé que podrías decirme, “Tamara, la historiografía nos ha demostrado que la posición intelectual del espectador, ese sujeto que contempla la obra, es la que le da su significado”; y yo, dándote la razón, añadiré, “¿Y de dónde, querido amigo, surge el conocimiento de ese público que valorará la obra? ¿Acaso no emana de los preceptos enseñados por esa misma Historia del Arte que continúa eludiendo de su discurso a los conjuntos de la otredad?”.
Pongamos un ejemplo: si tomamos una obra africana, una máscara ritual sin ir más lejos (cuya manufactura y concepción es únicamente devocional) y la trasladamos a un museo, automáticamente generamos un contexto más favorable para su contemplación que su emplazamiento habitual; no sólo porque nos sería considerablemente problemático viajar al continente africano con la única intención de encontrar dicho objeto, si no porque en su ambiente primigenio ni tan siquiera repararíamos en ella más que como parte del folclore popular. En cambio en el museo, la serie de estudios e información que se nos proporcionan facilita nuestra estimación del objeto como producto referencial para el estudio de “culturas primitivas” (veamos aquí otro de los discursos eurocentristas tan mencionados por Hommi Bhabha y Edward Said, del hombre blanco “superior y adelantado” situándose por encima del “negro inferior”) y no una mera curiosidad. De aquí surge esa noción artística de que cualquier objeto real puede convertirse en arte, siempre que se halle en el lugar adecuado y en el momento adecuado, frente a un público que lo considere lo suficientemente bizarro (entendiendo este último término no sólo como sinónimo de “extraño”, si no también con la significación que las vanguardias francesas dieron de él; es decir, “bizarre”, “novedoso”). La diferencia entre la mirada estética que proyectamos sobre nuestro entorno (el mar, las montañas, las nubes, el cielo estrellado…) y la mirada artística que reservamos para las obras (que el canon ha incluido en la sección de “arte”) está relacionada con la interpretación a la que nos induce esa forma occidental por medio de un conocimiento que ha sido previamente filtrado por el tamiz de la historiografía formalista.
La mirada clásica occidental sobre las piezas producidas en otros espacios geográficos y culturales ha estado tradicionalmente configurada por una idea de alteridad fuertemente marcada por la dominación colonial, según la cual el patrón canónico de las Bellas Artes supone la referencia desde la que enjuiciar un modelo que no valida tipologías como el arte feminista, el arte primitivo, el arte africano, el arte exótico, el arte infantil o incluso las artes decorativas, que comienzan aún ahora (y desde apenas hace unos años) su encumbramiento como auténtica tipología artística, marginada por un constructo represivo inconsciente que (desde nuestro privilegio como espectadores, adalides de la hermenéutica) debemos cambiar.