Hermenéutica y canon
De cómo la politiké y el ethos afectan a nuestra interpretación del arte
Entras a la sala de un pequeño cine independiente (de esos que apuestan por transmitir un mensaje al espectador y no únicamente narcotizarlo con inocuos romances o exacerbadas escenas de acción) y te sientas, acompañado por tus amistades, deseando que comience la proyección de esa película que llevabas semanas esperando. Tras una hora y media de una exquisita estética, una cuidada metáfora social y una fuerte amalgama de sensaciones en tu sistema límbico, se encienden las luces y (muy impresionado) miras a tus compañeros de visualización deseando deleitarte con sus expresiones de agrado y con un buen debate posterior acerca del significado de determinadas alegorías visuales. Pero en su lugar te encuentras con una algarabía de muecas y contoneos de cabeza; para unos ha sido una pérdida de tiempo, para otros no ha estado mal “pero no les ha dicho nada”, algunos ni siquiera la han entendido. Con evidente disgusto te sientes “el bicho raro” y reflexionas, ¿qué ha ocurrido aquí? ¿Cómo es posible que no les haya “calado” el mensaje tanto como a ti? Resuelves como explicación que es cuestión de gustos, pero te equivocas; en realidad, querido lector, es cuestión de hermenéutica.
La hermenéutica, una de las ramas filosóficas más fascinantes del pensador George Gadamer, es una técnica que (aunque originariamente se empleó para la interpretación de textos bíblicos) a partir del siglo XX será aplicada al estudio de los efectos y evocaciones que el espectador siente al contemplar una obra de arte; según esta teoría, estas interpretaciones dependen de las vivencias personales del concurrente que subconscientemente son volcadas en la comprensión de la pieza. Pero dado que esta idea puede resultar un poco chocante en primera instancia, ilustrémosla con un ejemplo literario, ¿te parece? ¿Nunca te ha pasado, que al releer como adulto esa novela que habías devorado hace años como adolescente, le encuentras un significado diferente? De pronto el protagonista no te parece tan antagónico, comienzas a comprender sus motivaciones, no le juzgas tan a la ligera o incluso te sientes identificado; eso se debe a que, al haber aumentado el grueso de tus experiencias, el significado de la obra ha cambiado para ti. La novela sigue siendo la misma, escrita exactamente igual y con la misma trama, pero la hermenéutica ha hecho su trabajo individualizador.
Pero sería demasiado utópico decir que en la hermenéutica sólo confluyen tus experiencias personales, dado que no podemos eludir que el arte es un fenómeno social y cultural que existe dentro de nuestra estructura colectiva, sea ésta política o incluso religiosa. Resulta interesante, a este título, que la historiografía haya demostrado que la pertenencia a un espacio social o la acumulación de relaciones culturales (heredadas o adquiridas) provoca un cambio significativo no sólo en la forma en que el espectador ve la obra, si no en la manera en que el artista la plantea; cuando por ejemplo Velázquez pinta el retrato de “Inocencio X” en 1650 trata de transmitir un significado preciso para el círculo del pontífice, una coherencia argumental que se pierde en la actualidad al no poder compartir las experiencias ni mentalidad del siglo XVII, y que de hecho transmutan en la versión que Francis Bacon realiza del cuadro en el siglo XX. Incumbimos por tanto en considerar tanto la evolución como el estatismo que se encuentran en el tira y afloja del discurso historiográfico de cualquier obra debido a la intervención de nuestro paradigma intelectual adquirido y hasta cierto grado personificado.
Resumiendo a grosso modo este apartado: debemos tener claro que la interpretación de una composición es un ente actual y personal, que no tiene por qué coincidir con su teoría original, y que depende del juego que se establece entre el artista y el espectador, teniendo presente que gran parte de las experiencias de este espectador se ven supeditadas al hábito social. De nuevo, arrojemos algo de luz con un arquetipo filosófico: la idea de belleza que establecía Aristóteles (bello es todo aquello que no necesita retoques ni alteraciones),
se convierte en teoría estética para Baumgarten, apuntando que la idea de lo bello muta a lo largo del tiempo y la experiencia, desligándose en la guía de juicio del espectador dentro de los parámetros conceptuales y convirtiéndose en un proceso puramente interpretativo. Pero ¿hasta qué punto se trata de un sistema personal? El canon de belleza no deja de estar impuesto por el orden social pues nadie diría, verbigracia, que las fotografías de los campos de concentración resultan de una “belleza inimaginable” o quedaría indiferente ante la sublime imponencia de los fiordos noruegos. Lo que es considerado “bello”, por tanto, se dictamina a partir de una norma social que juzga con brazo de hierro cualquier fenómeno estético que lo rodee, y que incluye constantemente condiciones del llamado “goût” francés (“el gusto”) incluso en los prototipos fisionómicos del individuo (y aunque no tenga que ver directamente con la creación artística, citaré aquí como ejemplo la vital importancia de movimientos actuales como el “body positive”, que tratan precisamente de romper con esta estandarización social).
No podemos eludir que el fenómeno artístico es una manifestación ideológica, cultural, económica y política, y no sólo estética, por lo que la sociedad mantiene una serie de expectativas respecto a ella, pretendiendo verse reflejada según el paradigma que le ofrecen dichos dominios sociales; si no se encuentra en esa reverberación acontece el mohín y la desacreditación de la obra, como ocurría en el ejemplo de la película. De hecho José Luis Brea justifica la supremacía del MassMedia sobre el arte tradicional empleando la relación que establece el espectador consigo mismo por medio del personaje cinematográfico (el héroe perfecto que consigue todo lo que quiere) y la comunicación que mantiene con su entorno (remontándonos al ejemplo con el que abrí el artículo, se trata de algo tan simple como sentirse aceptado por el pensamiento global de grupo: “Si a ellos no les ha gustado y a mi si, por fuerza, yo soy el raro”).
Y ahora, plagado de incertidumbre por este inesperado descubrimiento, sé que te estás preguntando con cierto nerviosismo: “¿Pero entonces, Tamara, está sometida eternamente mi interpretación a mis experiencias y las experiencias sociales que mi entorno vuelca sobre mí? ¿De verdad es este un estado permanente?” Por suerte, querido lector, la respuesta a tu pregunta resulta negativa y según el principio de Agamben y Hadjinicolau, tiene una fácil solución: la cultura. Tras el principio de lo “kistch” y del “control de masas”, tan criticados por ambos pensadores, se encuentra una tendencia a la “anestesia controlada de la población” (como la denomina Buck-Morrs y que recuerda al principio de preeminencia en la tesis “Historia de la locura” de Foucault) cuyo desenlace puede hallar un final feliz por medio de la ampliación del conocimiento del espectador; esto le permite disfrutar a diversos niveles de la experiencia estética, alejándose en mayor o menor medida de la preponderancia rutinaria. Por ejemplo, la contemplación de la “Adoración de los magos” de Rubens (1629) no resulta igual para ese espectador que conoce sus detalles (cómo el cuadro fue encargado para decorar la sala del Ayuntamiento de Amberes donde se firmaría el tratado de paz entre España y las Provincias Unidas del Norte de los Países Bajos, conocido como la Tregua de los Doce Años; cómo los regalos de los reyes magos hacían referencia a las necesidades económicas de la ciudad tras el fuerte bloqueo ejercido durante el conflicto; cómo Rubens decide autorretratarse de espaldas mostrando la cadena de la que colgará su insignia del orden caballeresco, aún no otorgada…), que para aquel público que los ignora; para uno es un testimonio fehaciente de un momento histórico y personal del artista, para otro una simple adoración perpetuada excelsamente en forma pictórica.
Por tanto y en resumen, la implicación de las tradiciones heredadas (ethos) y los prejuicios personales, culturales y políticos del ciudadano (politiké) para la fabricación de los discursos historiográficos y la necesidad apremiante de permutarlos resultan evidentes, y esta realidad inquietante (de sentirse cohibido por el estímulo impuesto, esa que tú también has sentido al preguntarte si tu experiencia artística vital ha sido verdaderamente genuina) ha inducido a un lógico intento de ruptura por medio del activismo político-artístico que (si bien tiene buenas intenciones) termina en muchos casos supeditando el significado de la materia creativa a su propio paradigma.
Poco a poco la idea de que esta disciplina tiene un papel liberador, así como la asimilación de la representación del pasado por el pensamiento contemporáneo, están dando lugar a una nueva estética crítica que pretende transformar el arte para convertirlo en una herramienta de cambio social empleando el conocimiento, la presentización y la heurística del anacronismo. Pero ese, querido lector, es otro tema del que hablaremos en próximos artículos.