La Bauhaus
En sólo catorce años de vida, la Bauhaus se convirtió en la mayor escuela de arte del mundo.
Durante la República de Weimar (1919–33), Alemania vivió una especie de boom de las artes y oficios promovida por Walter Gropius, veterano de guerra e inspirada en el movimiento Arts and Crafts inglés.
Lo que Gropius tenía en mente era casi una utopia. La nueva Alemania destruída por la guerra sería reconstruida por una generación de jóvenes con habilidades prácticas e intelectuales para construir una sociedad más civilizada y menos egoísta.
Para ello hacía falta, antes de nada, una escuela de carácter democrático y co-educativo que podría impartir un plan de estudios fuera de lo convecional pensado para que cada estudiante siguiera su propio ritmo interno a nivel artístico y personal.
Nació así la Bauhaus (en alemán, Casa de construcción), que se estableció en Weimar, epicentro del nuevo país en construcción.
Paso número uno: los estudiantes de Bellas Artes debían bajar de su torre de marfil y ensuciarse un poco las manos con la colaboración de todo tipo de artesanos. Así, se fueron eliminando las barreras entre artesanos, arquitectos, escultores y pintores para crear una obra de arte total.
Paso número dos: se copió el modelo de las Arts and Crafts de William Morris en los que los estudiantes empezaban como aprendices, después se hacían oficiales, y finalmente, si eran lo suficientemente buenos (dejando de lado todo tipo de dedocracia y tráficos de influencias) se convertían en maestros.
Paso tres: contratación de los más reputados profesionales. Todos los estudiantes empezarían formados por maestros reconocidos, la crème de la crème de la intelectualidad alemana de la época, que no tenían porqué tener experiencia alguna en docencia.
Profesores y alumnos
En la escuela se vivía una extraña vibración. Todo el mundo estaba creando entusiasmado, sin límites ni prejuicios. Los arquitectos tejían, los pintores encuadernaban… todos aprendían.
Y también festejaban. Si por algo se caracterizaba la escuela era por sus legendarias fiestas, generalmente temáticas (fiesta blanca, fiesta del metal, fiesta de los cometas) y casi siempre de disfraces, donde, como es de suponer, corría el alcohol y otras sustancias. La Bauhaus también trabajaba las fiestas como una obra de arte.
Entre los profesores se encontraban extraños especímenes como Johannes Itten, calvo y con túnica, que deambulaba por las clases como un pre-hippie estimulando la espiritualidad de los artistas (y por tanto su inspiración) con ideas copiadas del socialismo, las religiones orientales y otras varias sectas que hoy conoceríamos como new-age.
Kandinsky y Klee también daban clases (pintura mural y color, respectivamente) y se sentían como en casa, libres para crear y embriagados por el ambiente efervescente dentro de la escuela.
Sin embargo, fuera de ella las cosas eran distintas. Alemania, agobiada por sus obligaciones con el Tratado de Versalles y viendo como empezaba a reinar el desorden social y las luchas entre las más variadas facciones políticas.
Cambio de orientación
Oliéndose el desastre, y presionado políticamente por acoger a todo tipo de izquierdosos, excéntricos y holgazanes, Gropius se vio obligado a tomar cartas en el asunto. La filosofía artesanal y antimaterialista había acabado para la escuela. Ahora había que hacer dinero y llevar el concepto de Bauhaus a una escala más industrial, pero sin perder la esencia.
Un golpe maestro fue traerse al neoplasticista Theo van Doesburg, que fue más o menos el creador de la Bauhaus que todo el mundo conoce. Líneas rectas, simplicidad, eficacia
Los estudiantes acudieron en masa para ver al holandés dando clases y de paso siguieron nutriéndose de los profesores de siempre, llegando a juntarse más talentos artísticos en una sola institución como no se había hecho desde la Florencia del Renacimiento o algún café del París de fin de siglo.
Producción de arte
La maquinaria se puso a trabajar y de la Bauhaus de esos años salieron todo tipo de cosas, desde diseños para barrios enteros a juegos de té. Lámparas, sillas, mesas, escritorios, juguetes, señalización, murales, vidrieras, alfombras, joyas…
En todo el mundo empezaron a conocerse las creaciones de diseño fresco y original de la Bauhaus, sin importar ideologías ni fronteras. Del comunismo soviético a los áticos más exclusivos de Manhattan, todos querían un pedazo de ese nuevo arte que se estaba haciendo en una pequeña región de Alemania.
Fin del sueño
Pero Gropius tenía enemigos. Quizás el peor era Adolf Hitler, antiguo artista fracasado, que estaba empezando a subir políticamente con su partido de agitadores y bravucones que parecía tener hipnotizada a cada vez más gente.
Hitler odiaba tres cosas: el modernismo, los intelectuales y los judíos. En la Bauhaus abundaban todos estos especímenes, así que cuando el führer se hizo al fin con el poder, la escuela tenía los días contados.
Gropius decidió hacerse un lado y le cedió las riendas a un más que eficiente Mies van der Rohe (si… el de «Menos es más») que trasladó la escuela a Dessau y luego a Berlín.
En 1933 la más grande escuela de arte y diseño del mundo se convirtió de la noche a la mañana para el gobierno en un nido de víboras y alimañas creando arte decadente y subversivo, por lo que se ordenó su cierre inmediato. Y para que nadie olvidara lo que detestaba las abominaciones que se hacían ahí, organizó una exposición de Entartete Kunst.
Todo el arte moderno del país fue saqueado y destruído.
Pero los artistas que ahí habían creado (al menos los que pudieron) divulgaron la doctrina de la Bauhaus por todo el mundo, creando una frecuencia cuyas vibraciones llegan a hoy en día, desde el iPhone hasta Ikea.