El Gigante de Paruro
Enorme belleza.
¿Quién no puede sentir afecto o, al menos, un fugaz enternecimiento por el Gigante de Paruro? Cuando mira a la cámara es evidente su gusto y comodidad al ser fotografiado. No hay temor ni vergüenza, se presenta con el audaz desplante de quien no lo entiende todo, pero entrevé que está haciendo algo único y especial. Se está perpetuando.
Este estado de absoluta entrega artística no lo podría haber logrado un europeo, un afuerino de la sociedad serrana. Una de las ventajas de Chambi es que hablaba quechua y esto le permitía entablar una conversación íntima y confidente con los indígenas de su ciudad. Otra de sus destrezas es la de entender a la clase alta y media cuzqueña, su ambiciones, códigos y prejuicios. También a ellos los humaniza, cuando los representa en su entorno, con sus pretensiones y códigos sociales.
En esta fotografía el Gigante no es objeto de estudio anatómico ni arqueológico, con su mirada profunda y oscura se amalgama el más profundo sentir humano, la esencia misma del ser y sentirse diverso. Lo que inspecciono es su alma o, si se quiere, la nuestra. El Gigante se embellece, como una de esas esculturas griegas, pero con la sola y tal vez más radical diferencia, de que él existe en un mundo de profundas contradicciones y vilezas. Un mundo no tan armónico como el retrato en que se perpetúa.
Bien lo dice Vargas Llosa:
«Pero a ese mundo que fotografiaba sin descanso también lo transformó. Le impuso un sello personal, un orden grave, una postura ceremoniosa y algo irónica, una inmovilidad que tiene de inquietante y de eterno. Triste y duro, pero también, a veces, cómico, cuando no patético o trágico, el mundo de Martín Chambi es siempre bello, un mundo donde aun las formas extremas de desamparo, la discriminación y el vasallaje han sido humanizadas y dignificadas por la limpieza de la visión y la elegancia del tratamiento».