Notre Dame
Llanto por una tragedia.
Albert Marquet pintó tantísimas veces y de tan variadas maneras su amada catedral de Notre Dame de París que probablemente se moriría de pena al verla arder así.
Ver desaparecer un monumento tan inmutable durante siglos, un símbolo de lo mejor de la humanidad, un refugio de belleza en este mundo aterrador, un rayo de esperanza que nos hacía pensar que existe la bondad en nuestra jodida especie; ver como se reducen a cenizas los escasos ejemplos de lo majestuoso y lo sólido que todavía queda en este mundo parte el corazón de cualquiera que ame el arte, y más aún el de un pintor como el inusual e injustamente desconocido Marquet, un paisajista que parecía tener a la catedral como su musa.
Marquet pintó Notre Dame desde miles de puntos de vista, a veces al fondo, diminuta, pero sobresaliendo como el símbolo que es sobre los tejados de París, a veces en primer plano, en todo su esplendor como en el caso de esta imagen, sólida e inmutable entre el ajetreo de la ciudad, con caligráficas figuras humanas correteando insignificantes y efímeras a su alrededor… y otras veces la plasmó como desapareciendo en la niebla, casi profetizando el terrible día del incendio.
Notre Dame ardió, y dejando de lado asuntos ahora irrelevantes como la religión o el turismo, y por supuesto solidarizándonos con el pueblo francés, en el cielo flotan en estos momentos algunos átomos irrecuperables de la historia del arte universal, la de todos nosotros, los estúpidos, los ridículos seres humanos.
Menos mal que en lienzos como este del genial Marquet (y otros de quienes la amaron y la pintaron como Picasso, o Chagall, o Picabia, o cientos de artistas más a lo largo de los siglos), quedan huellas de que quizás puede existir algo hermoso, algo eterno, algo que nunca arderá.