Curva en el camino
¡Agarraos, que hay curvas!
El fauvismo llegó y es fácil comprender porque muchos se quedaron con la boca abierta: la saturación de color es casi pornográfica, la perspectiva o el volumen se ignora, como casi toda la tradición artística anterior y nada parece tener sentido. Cosas como este paisaje no existen en la naturaleza, sólo en el arte. Y Derain y compañía sabían que en el recién inaugurado siglo XX, todo lo anterior había que dejarlo —relativamente— atrás.
Derain, ese hijo de un pastelero que abandonó la ingeniería por el arte, pasaba las vacaciones en L’Estaque con sus amigotes fauvistas (también el papá Cézanne había veraneado ahí años antes) y representa perfectamente la sensación de libertad, sol y juerga que debieron pasar ahí estos modernos, los primeros vanguardistas franceses, que a base de colores intensos y mandando a tomar por el culo toda noción de volumen, sombra o tono, quisieron más expresar que describir.
Con color puro y duro, el pintor transmite energía, vibración y felicidad. Un paisaje moderno (o quizás primitivo, que en esa época era lo mismo), un lugar soleado, optimista, acorde con la nueva idea de modernidad: una utopía realizable a través de fórmulas que los vanguardistas, cada uno a su manera, divulgaron con los más rompedores manifiestos.