El toisón de oro
Una mirada de mariposa.
La mirada: eso es lo primero con lo que el espectador tiene que enfrentarse cuando se encuentra con El toisón de oro (1937), de Wolfgang Paalen. Son las alas decrépitas, son los labios apretados, es el cuello perfectamente blanco, esbelto, casi de mármol —es, en fin, la figura sostenida en un trance hipnótico y angustiado, que mira de frente a quien se cruce por su camino.
La paleta que el artista escoge no es casual: cae casi en una monocromía de azules que tiende a la oscuridad más bien pétreos, en contraste con el tono acuoso de un horizonte que bien podría ser marino o de tormenta anunciada. Y la figura está ahí en medio: mitad helénica, mitad surrealista, con un remate que más bien remite a los restos de un insecto indeseable. Es justamente en ese elemento que se centra la composición —y el que rompe, también, con el eje armonioso de la gama azul—: dos círculos que miran al infinito acontecer del universo, pero que no se enfocan en nada en específico.
Lo cierto es que hay algo terriblemente inconveniente con la fijación escrupulosa con la que la figura mira al exterior: disgusta la intensidad, la inexpresividad, la insistencia: es como una petición que todavía no se hace, o una promesa que no se ha terminado de formular todavía. Sin embargo, es innegable el sustento teórico que subyace a la composición de Paalen: como parte fundamental del movimiento surrealista, mucha de su obra perteneciente al movimiento encuentra su basamento en Tótem y tabú, de Freud.
La figura es tan incómoda porque tiene sus raíces en aquel concepto psicoanalítico del dios-padre —de ahí el tótem—, con el que el hijo tiene que luchar para sacar adelante su propia sexualidad —y ahí el tabú—. Paalen logra representar muy bien la conjunción molesta entre ambas concepciones freudianas, y le basta solamente la mirada del personaje para condensar estos dos conceptos tan apócrifos, tan inconvenientes, tan contundentes —como la mirada de una mariposa.