Diego en mi pensamiento
Diego sobre sus cejas.
Kahlo se autorretrata con un barroco tocado típico de Tehuantepec, en el estado de Oaxaca, con esos encajes almidonados de color blanco que rodean su cara. De su cabeza y de su tocado salen muchas ramificaciones que se expanden orgánicamente hacia el universo. Como su arte, su «fridakahlidad» brota de su interior hacia el exterior.
La acompañan unas flores en la cabeza, y sobre sus características cejas, el retrato del gran amor de su vida, Diego Rivera, con el que se casaría dos veces y compartiría una vida llena de alegrías y dolores. Y su relación también implicaba lo artístico.
En un momento en el que Rivera era venerado como un semi-dios, Kahlo se convirtió en una de sus mayores críticas y lo obligó a crecer como artista. Por su parte, Diego adoraba el trabajo de Frida y sabía perfectamente que la vida y obra de la artista estaban íntimamente conectadas, por lo que le aconsejó amplificar su «personaje». Fue él el que la animaba continuamente a vestir de manera cuanto más mexicana mejor.
Se casaron en 1929, y desde entonces el matrimonio fue una montaña rusa de emociones. Pareja abierta, ambos se acostaban con quién les daba la gana, aunque eso no siempre era aceptado. Ser infiel implica muchos matices, y Diego traicionó a Frida llegando a acostarse con su hermana Cristina. Esto provocó el divorcio de la pareja en 1939.
Pero a pesar de las mutuas infidelidades y múltiples roturas de corazón, Kahlo y Rivera decidieron volver a casarse y se fueron a vivir juntos de nuevo, colaborando en la vida y en el arte.
En este autorretrato, y pese a las infidelidades, Kahlo tiene, para bien o para mal, a Diego en su pensamiento.