Dormitorio en Arlés
La pérdida de suelo.
Existe cierto carácter renuente en los episodios más tardíos del impresionismo: pareciera que ya no pertenece al siglo XIX, pero que tampoco quiere ser parte del siglo que le sucede. Es como si el romanticismo diera sus últimos alientos expresivos: está la inmersión con la naturaleza —en ese contacto tan cercano, tan vívido, tan lúcido—, pero existe también ese descontento con la realidad que fuerza a la pintura figurativa a estratos menos tangibles y más sensitivos. Está también aquella necesidad de expresión furiosa, como Vlaminck, que contrasta con las armonías apacibles de las paletas de Monet. Y luego, como un hijo pródigo que no quiere volver al seno del hogar, están los últimos retazos decimonónicos, que se desprenden completamente del mundo como es, y la convierten en una experiencia sensorial que traspasa los límites necios de la experiencia realista.
En esta misma línea, sería un error desconsiderar la figura titánica de Vincent van Gogh. Más allá de la comercialización de la figura atormentada del héroe depresivo que se ha propagado en los últimos años, Van Gogh debería de ser considerado como un artista de propuesta expansiva extrañamente personal. El dormitorio en Arlés (1888) funge muy bien como un ejemplo ilustrativo. Casi sin formación académica, su obra resulta sumamente llamativa al tacto: el manejo de los volúmenes es tal que pareciera que la recámara, en este caso, estuviese chueca, volcada sobre sí misma, en un equilibrio incierto que remite a una realidad desfasada, a punto de colapsar sobre el espectador. Hay algo en las proporciones que funciona solamente sobre sí mismo, y que invita a una inmersión secundaria: primero, la de la perspectiva —como si se estuviese entrando al cuarto—; luego, la de la desestabilización, de la pérdida del suelo.
Pareciera, entonces, que Van Gogh invita a una nueva experimentación de la realidad aparente, enfatizando siempre la intervención de la experiencia individual a cada espectador. El juego de sólidos, la pesadez, la necesidad imperiosa de querer que no se desplome sobre uno mismo: eso es Van Gogh, eso es Arlés en 1888, eso es el paso al siglo XX.