El bosque Gris
A finales de los años 20, Max Ernst pinta su serie de bosques.
Entre los muchos recuerdos de la infancia del surrealista Max Ernst es recurrente el miedo y la fascinación por un bosque que rodeaba su casa, que él consideró -como buen alemán y por tanto con la tradición romántica presente- una especie de reino invisible, una metáfora ideal de su subconsciente.
En su primera etapa francesa, cuando el surrealismo vivía su edad de oro, Ernst pintó numerosos «bosques» («Bosque azul», «Bosque rojo» o este «Bosque gris») mediante la técnica innovadora del frottage (un diseño en relieve frotando el soporte con un lápiz).
El artista crea así sus bosques petrificados que remiten a un mundo pretérito cuyos elementos sugieren varios caracteres con significados ocultos.
Unos paisajes alucinantes en los que la naturaleza mineral se funde con la vegetal y animal. Algo geológico domina estos cuadros, una monumentalidad abstracta donde la presencia humana está vetada y donde la única relación es con el sol, un hipnótico donut al que le falta el núcleo.
Pocos años después, Ernst abandonaría la Europa nazi con la ayuda de Peggy Guggenheim, con la que se acabaría casando.