Sobre las nubes
Sobre las nubes camina la medianoche. Por encima de la medianoche cuelga el pájaro invisible del día. Un poco más alto, el éter crece y los techos flotan.
Un personaje sin ojos mira directamente al espectador con un ademán enigmático. La postura del cuerpo es en sí misma extraña: las piernas, que más bien parecen femeninas, se inclinan hacia el frente, como en una invitación dudosa; no tiene brazos, pero se entiende, en la amalgama de hilos que conforman al torso, una cualidad contenida; el remate es sin duda la cara, que no tiene rostro, pero que de alguna forma logra expresión —no hay ojos, no hay boca, pero sí hay una presencia insistente que incita a un atisbo de personalidad etérea.
Max Ernst pinta Au dessus des nuages en 1920, con la influencia notable de los surrealistas condensados en México y los dadaístas desperdigados en Europa. Los años 20 —y particularmente en París— se caracterizaron por dejar que el influjo preconsciente del psicoanálisis los dominase, arrastrando detrás suyo la vigilia tangible, que cada vez hacía menos sentido. El campo onírico que abarca la obra es más que evidente: las nubes se extienden hacia un horizonte que no se entiende, pero que indiscutiblemente está ahí, como la figura que enfrenta al espectador —casi invitándolo a formar parte de su entorno.
No deja de sorprender el dinamismo contenido en la monocromía de gris: a pesar del carácter inherentemente apagado de la gama, una chispa misteriosa parece encender a la composición: si bien está cargada a la izquierda —por la presencia de la figura principal—, hay algo en esos ojos no-presentes que induce a un trance, algo que entume la mente del espectador inmerso en los arreglos sutiles del color. Max Ernst logra atrapar la vista entre el entramado gris de su personaje, que en definitiva no es humano, pero que enfrenta la humanidad de aquel que se encuentra con él.