
Jardín de Arles
Colores del corazón.
Vincent van Gogh llega a Arles y ahí sí descubre lo que es el color. Había probado algo de cromatismo en París, teorizado con Monet y Seurat, jugando con colores complementarios y opuestos, pero nunca había visto semejante colorido como cuando se fue a ese sur bañado por el sol. De repente, era primavera.
Con las pinceladas sueltas impresionistas para que sea el ojo del espectador quien las mezcle, Vincent hace bailar los colores a su ritmo frenético, pero no es de una manera tan científica (es decir, fría) como sus colegas parisinos. Como es de suponer, van Gogh siempre deja algo de su corazón en el lienzo y esto se convierte en algo revolucionario para el arte.
Casi llega a abrumar ese jardín llenísimo de flores de todos los colores. Colores primarios y secundarios se mezclan de forma aparentemente caótica, pero de alguna forma consiguen la armonía y equilibrio que a lo mejor faltaba en el alma de este atormentado artista. Vincent van Gogh consigue transmitir ese lugar cálido que se convertiría en su hogar.
Y al fondo, casi como una especie de firma, esos típicos cipreses vangoghianos (perdón por el barbarismo), que parecen formas flameantes por su absoluta falta de rigidez.