La casa amarilla
Arlés en amarillo.
Cierto carácter cándido invadió a Vincent van Gogh cuando finalmente pudo mudarse a una casa en la que pudiese establecer un estudio para sí mismo. Nunca había tenido un espacio propio para desarrollarse con soltura, y haber encontrado un lugar en la Provenza francesa para poder hacerlo fue, a lo menos, una manera de desentenderse de los inconvenientes de vivir en la casa de alguien más. La calidez que expiden las cartas que escribió a su hermano en esa época revelan un sentir renovado —tal vez influidos por las brisas suaves de ese marzo de 1888—, que ciertamente acompañó al pintor durante sus años productivos en Arlés:
Mi querido Théo, por fin estamos en el buen camino. Ciertamente, no importa estar sin hogar y vivir en los cafés, como un viajero, cuando se es joven, pero esto se ha vuelto insoportable para mí.
Van Gogh, 1888
Es innegable el propósito de un renacer, de un volver a empezar, de cierta calidez que sabe a amarillo, y que se expresa en el óleo en la figura de la casa que el holandés alquiló para sí mismo en Francia. Es por esto que La casa amarilla (1888) despide este mismo calor hogareño: se trata de una apropiación del entorno a través del color y del sentir de un lugar que, con sus inconveniencias y precariedades, puede pertenecerle a uno nada más.
La escena es sencilla, y en esta sencillez encuentra su fuerza expresiva: aquella de encontrarse en las paredes de una propiedad que en el que ya se respira la propia esencia, y que algo tiene ya de uno mismo. Arlés en amarillo, y nada más.