Madonna de la Humildad
Lo terrenal y lo divino.
Entrar en la sala 0.2 del Rijksmuseum, la pinacoteca más conocida de Ámsterdam, supone una experiencia que roza lo metafísico. Gracias a los cuadros que en ella se encuentran, el espectador es transportado de manera inmediata a la Florencia del siglo XIII, época en la que se comenzó a fraguar un movimiento cultural cuya influencia todavía es sentida hoy en día: el Renacimiento.
Esta obra, la Madonna de la Humildad, sin duda un tesoro inusitado, es quien hace posible tal viaje en el tiempo. En ella podemos ver a la Virgen María sosteniendo al Niño Jesús sobre su regazo mientras en su mano derecha tiene un lirio blanco, símbolo de la piedad y la pureza. Ambos están sentados en un amplio trono áureo. Las cortinas doradas con motivos ornamentales que caen tras ellos constituyen el fondo de la composición.
Aunque a primera vista esta puede resultar una composición sencilla, nada dista más de la realidad: el escorzo juega un papel clave en rasgos como las manos y los rostros de María y Jesús. Esto demuestra el dominio que Angélico tenía de las técnicas que habían emergido en Florencia de la mano del jovencísimo Masaccio. Además, el uso meticuloso de toques de luz en zonas como los ojos o los labios, cuyas líneas se disuelven al llegar a la comisura, anuncia los inicios del sfumato, técnica que sería perfeccionada un siglo después por Leonardo Da Vinci.
Las suaves y delicadas pinceladas dotan a este cuadro de una rica gama de texturas y detalles que llega a su máxima expresión en el vaporoso velo blanco que rodea delicadamente al Niño.
La atención del espectador queda instantáneamente capturada en el tierno y sereno intercambio de miradas que se produce entre María y Jesús: los ojos cansados de ella miran con amor y bondad a los vivaces ojos de su hijo.
Es así como a través de un dibujo minucioso y una composición detallada, Fra Angélico logra crear una obra que combina sutil y genialmente el amor terrenal con la admiración divina.