Autorretrato con 28 años
Otro selfie de este genial artista.
El enigma del retrato de Durero, del año 1500, penetra desde entonces con la mirada a cada cual dispuesto a contemplarlo. “Me pinto a mí mismo con colores indelebles”, añade a su izquierda sobre el lienzo, “a los veintiocho años de edad”. Alberto Durero osa una representación donde juega a confundirse con quien no es mediante la pose frontal – confundirse él mismo y confundir al otro; sembrar la confusión–. Entre el uno pintor y el otro aburguesado o el otro con disfraz o el otro Jesucristo, alguien mira hacia afuera: un hombre mira desde el lienzo a las afueras. Impenetrable, obstruye todo intento de asomarse al interior; impenetrable, eleva una imagen por encima de las formas.
El pintor alemán fue uno de los pioneros en la utilización de la sustancia propia que exige el autorretrato para llevar a cabo el desarrollo de una exploración plástica sin precedentes – posteriormente, podemos hallar en Rembrandt ecos similares del interés por el mismo género pictórico–. En el caso de la obra que nos ocupa, la pose frontal y simétrica que Durero lleva al lienzo para representarse nos da cuenta de la osadía y fuerte personalidad del artista, ya que era una pose reservada para las imágenes religiosas, mientras el común de los mortales solía aparecer de tres cuartos.
Las facciones con que se pinta, el sosiego y la distancia en el mirar, la barba, el cabello que cuelga sobre sus hombros y la posición perfecta entre el tronco, el cuello y la cabeza, potencian una correlación directa del cuadro con la imaginería sobre la figura de Jesucristo –hecho que no podría haber pasado por alto Durero en sus cavilaciones y que encierra una profunda meditación estética sobre la concepción del artista en el momento de ejecución de la obra–.
Con la pose elegida y llevada hasta el extremo en su iconografía, el mundo queda dividido en dos mitades: a un lado, figuras apresadas tras la imagen; al otro, cuerpos inertes sin figuración.