Avaricia
Al pobre le faltan muchas cosas; al avaro, todas.
No hay dinero en la poesía,
le dijo una vez un hombre rico a Robert Graves. Bueno,
contestó el poeta, tampoco hay poesía en el dinero.
Cuando ves todo como mercancía, incluido el arte, supongo que algo está muriendo dentro de ti. De pronto te haces viejo, te pudres, como esta señora desdentada, personificación perfecta de la avaricia, feliz con su bolsa llena de monedas y con una teta colgando flácidamente. Sola en ese fondo negro —pues la avaricia es un pecado solitario— pero feliz como una lombriz luciendo esos dos dientes que acabarán cayendo también.
El dinero para el avaro no es más que una fantasía al fin y al cabo. El muy infeliz acumula su fortuna para poder permitirse placeres, pero por el camino se acostumbra a no satisfacer esos placeres y abandona el mundo como un pobre gilipollas que ni se ha enterado de haber vivido, eso sí, con la bolsa llena. Al menos el derrochador, primo lejano del avaro, disfruta de esos placeres, aunque claro, ni siquiera piensa en cómo se sentirá después de haberlos disfrutado. Se podría decir que son dos formas distintas de estupidez humana.
Es evidente que lo que hoy mueve el mundo es una mezcla de la avaricia y el derroche. Quizás siempre fue así, al menos desde la época de Durero, aunque lo que los avaros de hoy acumulan en su bolsa roza el esperpento.
Dadas las similitudes, es probable que Durero tuviera la oportunidad de ver La Vieja de Giorgione antes de pintar esta obra.