Autorretrato de Durero
El artista se pinta a sí mismo con ricitos de oro.
Durero fue una extraordinaria paradoja: aunque pintó este óleo en Alemania, el paisaje exterior y la elección de una media figura delatan una influencia italiana; el renacimiento nórdico ha untado la piel del individuo de un singular bronceado; el cabello largo y flamenco contrasta con el ropaje propio del estatus que los artistas poseían en el sur de Europa; la búsqueda de ideales de la filosofía alemana se alía con la presunción y la vanidad de la identidad mediterránea. Tan felizmente contradictorio es que sus manos apenas pueden disimular esa tensión.
El tamaño del cuadro no es un detalle que debamos pasar por alto porque esconde otra paradoja. Es el más pequeño de los autorretratos de un hombre que tenía un altísimo concepto de sí mismo (llegó a utilizarse como modelo de Jesucristo) y probablemente responda a las dimensiones del espejo empleado para plasmarse, entre ensimismado e interrogativo, en la confusa estancia. Entonces nos preguntamos si las manos enguantadas no se encontrarán llenas de pintura y linaza, si las prendas que viste las ha comprado él o han sido prestadas, incluso si han sido retocadas con posterioridad. Nos preguntamos si a Durero le importa o no que su oficio sea bien considerado por la sociedad de su época.
Cabe preguntarnos además si Durero era aquí consciente de sus capacidades. Volvamos de nuevo a los ojos, que ya no nos parecen tan claros. El retrato espira esa conciencia: el artista casi no cabe en la estancia en la que ha sido encajado. Hasta el texto bajo la ventana nos da una pista: 1498 / Esto lo pinté según mi imagen.
Debajo de una mirada limpia, que se ha esforzado en eliminar todo rastro de altivez, descansa un artista que acaba de dar el salto del aprendizaje a la maestría.