Casablanca
Un cartel rasgado puede ser también arte.
Vas paseando por la calle y los carteles se acumulan en los muros. Carteles sobre carteles. Capas sobre capas. Rasgas uno y aparece otro, y de pronto, como por arte de magia, las dos imágenes dialogan.
Porque quizás en realidad el mundo no se actualiza, sino que se va tapando, se acumula. Y poco a poco acaba deteriorándose, mezclándose, confundiéndose. Es como nuestro inconsciente.
Esa imagen es el retrato perfecto, la crítica a una sociedad de consumo que cada vez va más rápido, cada vez es más compleja.
Los carteles cinematográficos de Rotella pueden verse como un retrato de la ciudad, de cualquier ciudad, que cada vez son más parecidas todas. También de una época. Un viejo cartel de la película «Casablanca» (Michael Curtiz, 1942) nos trae recuerdos del pasado, más aún si está deteriorado.
Rotella utilizaba la técnica del decollage para plasmar el paso del tiempo, la fragilidad de las imágenes, la ingenuidad de una época, lo implacable de una sociedad consumista, las diversas capas que hay en la historia del arte…
Nuestra sociedad capitalista se nutre del consumo, del usar y tirar. Es como una religión. Y eso incluye a sus dioses. Una mitología de estrellas que también brillan un tiempo y se desechan, se rompen. Como Bogart y Bergman, que en el siglo XXI pertenecen ya a tiempos casi arcaicos.
El hecho de rasgar una obra también habla de gesto (Rotella conoció, estudió y como buen artista, robó de los expresionistas abstractos), de destrucción (el dadá, ya muerto, renace otra vez y está presente en esta obra), de apropiarse de los pecios de la información (el cartel es un ready-made en toda regla), de asistir impasibles al espectáculo del deterioro de algó que brilló hace unos instantes (es como el lado oscuro del Pop art).
Rotella nos habla de pararse un momento a leer lo que hay debajo.