El juicio final de la Capilla Sixtina
Esto ya trasciende del arte: es otra cosa.
25 años después de acabar de pintar la bóveda de la Capilla Sixtina, a Miguel Ángel aún le quedaron ganas de trabajar para un papa (en esta ocasión Paulo III…) y volver a pintar, así como quien no quiere la cosa, otra obra maestra universal. Y eso que era escultor…
Aunque Miguel Ángel cometió un sacrilegio y para su creación sacrificó unos frescos de Perugino que estaban en la zona del altar, lo que le valió numerosas críticas.
Sea como sea, hoy podemos contemplar esta joya si hacemos un poco de cola en el Vaticano y marearnos ante la máxima expresión de arte renacentista ante nuestros ojos. Cuidado con los desmayos.
Miguel Ángel pintó el Apocalipsis de San Juan en el lugar de honor de la capilla, y lo hizo con un protagonista claro: ese Jesucristo excesivamente musculado (ese era el estilo del artista, pero aquí se le fue un poquito la mano…) es el centro compositivo y receptor de todas las miradas, con la Virgen a su lado. Cristo está separando a los justos de los pecadores y es probablemente uno de los pocos ejemplos en la historia del arte de Cristo enfadado. Es la famosa terribilitá típica del artista y así acojona mucho más el filtro que ha de hacer a vivos y muertos algún día.
Efectivamente a la izquierda están los que ascienden al Cielo, con gestos y poses de alivio y felicidad y a la derecha vemos a los condenados descendiendo a los infiernos. En ambos casos son multitudes amontonadas, aparentemente caóticas para reflejar la angustia y la fatalidad, todas inestables para dar dinamismo y desequilibrio, algo que suena muy poco clásico.
Cromáticamente, Miguel Ángel vuelve a sorprender con colores otra vez anti-clásicos. Muy vivos, muy intensos y buscando sobre todo el contraste. Nada que ver con la armonía cromática renacentista. Asimismo todas las figuras están sobre un fondo totalmente azul que las hace más presentes todavía.
¡Y vaya figuras! Si las observamos una a una son obras de arte individuales, a cada cual más alucinante. Muchos de los santos del séquito que acompaña a JC son reconocibles por sus atributos: San Pedro y sus llaves, San Andrés y su cruz en X, Santa Catalina y su rueda de cuchillas, San Sebastián y las flechas, San Lorenzo y la parrilla… Hasta aparece por ahí el autorretrato de Miguel Ángel… Fijáos en San Bartolomé y su pellejo (si, a este los imaginativos romanos lo despellejaron…). Pues el humilde artista quiso retratarse en ese pellejo para no salir como un igual con toda esa ilustre gente.
Con respecto a las multitudes, no podemos más que asombrarnos. Cada figura vive sus emociones a su manera. Los condenados sobre todo son maravillosos en este sentido… Esas caras, esos gestos, esa imaginación de Miguel Ángel, que se pone un poco oscuro y llega a rozar el surrealismo con esas creaciones híbridas de demonios, condenados y sufridores…
Evidentemente, y como en la bóveda, Miguel Ángel pintó a todo el mundo desnudo. ¿Qué otra manera hay de pintar a la humanidad haciendo frente a su salvación.
Una vez acabada la obra, las críticas no tardaron: era un escándalo, una vergüenza mostrar pirolas y conas en un lugar tan sagrado. Parecía más una taberna o un lupanar que la iglesia donde daba misa la élite del clero mundial (recordemos que además acababa de surgir el protestantismo como competencia a tener muy en cuenta).
Un cretino en concreto, el cura Biaggio de Cesena se puso muy tontito con el tema y fue a llorarle al papa. El artista llegó a decirle al pontífice: Santidad, los santos no tienen sastre…
Miguel Ángel se vengó con su arma más mortal: el arte. Abajo a la derecha, en la entrada misma a los infiernos está Minos, el rey del Infierno, en pelota picada y con orejas de burro. La cara es la de Biaggio de Cesana.
Pero nada se pudo hacer para parar el escándalo y el ultraje de muchos sacerdotes con la mente muy sucia y mucho poder. Se llegó a acusar a Miguel Ángel de hereje… ¡Al puto Miguel Ángel! Y al final esos inútiles e insensatos cubrieron las partes más escandalosas con paños de pureza y además lo hicieron con óleo, siendo imposible la recuperación del original. El encargado de profanar semejante obra de arte fue Daniele da Volterra que desde entonces fue conocido como «Braghettone».