El laboratorio
Retrato de una asesina.
A simple vista, esta pintura puede representar una escena sobre ciencia, algo que estaba muy de moda a finales del XIX, con ese boom de extraordinarios inventos (la bombilla, el teléfono…) descubrimientos locos (la heroína, los rayos X) y delirantes obras de ciencia ficción (Verne o HG Wells, entre mucho otros).
Sin embargo, y aunque estamos en un laboratorio, los personajes que ahí aparecen no son precisamente científicos.
Basada en un hecho real, The Laboratory muestra a una mujer y a un boticario que están preparando una poción fatal para la amante de su marido. Están en un ambiente gótico, como en la guarida de un mad doctor, a la manera de Bram Stoker, también representante de esos años en los que ciencia y arte se dan la mano.
John Collier pintó en esa época con un estilo prerrafaelita y de vez en cuando le encantaba representar «imágenes problemáticas», que alentaran el debate y provocaran la polémica en los espectadores. Escenas de una enorme carga narrativa que ilustraran, ya no una situación concreta, sino un problema social de carácter atemporal, quizás a veces si n escatimar en sensacionalismo y exploitation.
La luz es clave para ambientar la escena y también para presentarnos a estos arquetipos tan decimonónicos: el científico loco y la femme fatale, él explorando más allá de los límites de la ciencia, ella de los límites de lo que tradicionalmente se esperaba de la esposa y madre victoriana. Ambos dejando a un lado la moralidad de la época.
Por ello El Laboratorio fue un escándalo inmediato cuando se enseñó al público, aunque —como no— un éxito de asistencia.