El puente japonés
La rutina de Monet.
A Van Gogh no tuvimos oportunidad de verle las canas. Quizá por eso, entre otras razones, se erige como el rockstar del (post)impresionismo. Siempre será un joven. No así Monet: en sus últimas fotografías vemos a un hombre con el cabello y la barba encanecidos y de actitud bonachona (podría decirse que es el Papá Noel de la pintura).
¿A dónde habría evolucionado la obra de Van Gogh si este hubiera llegado a la edad de ochenta y seis años? No lo sabemos. Caso contrario el del artista francés, que pintó durante más de setenta años y quien al final de su vida cometió un acto de belleza, en apariencia, contradictorio.
Desde su juventud Claude Monet se obsesionó con pintar al aire libre. Era, a su manera, un científico y un cazador de la luz: la estudiaba y perseguía. Incansablemente Y ese método, el de instalarse en la naturaleza como si esta fuera su estudio, prevaleció durante décadas. Pintar en el exterior no era un capricho o una corazonada, era, para Monet, el corazón mismo del impresionismo.
Luego se instaló en Giverny.
Y Monet hizo el gesto…, el gesto poético, absurdo y congruente. Compró una casa en esta localidad a las afueras de París, cultivó un jardín, modificó el cauce de un río para acrecentar el estanque y mandó erigir dos puentes de estilo japonés. Y una vez que el jardín estuvo «terminado» (aunque un jardín no termina. Respira, florece y se marchita… una y otra vez), Monet se encerró para pintarlo. A los ochenta y seis años, Claude volvió a los interiores de un estudio para trabajar. Entonces creó la serie de los Nenúfares, la que está expuesta en L’orangerie, la serie de pinturas curvas, la que abraza a los espectadores y les revela una visión única de la naturaleza, una sin perspectiva y en la que el cielo, el estanque, los árboles y los nenúfares se entrelazan en un mismo plano. Uno se siente calmado y confundido delante de esos lienzos y no le queda más que disfrutarlos, como quien pasea por un jardín.
La obra que aquí se reseña no es alguna de las que se expone en L’orangerie. El cuadro El puente japonés, Monet lo realizó en una etapa previa a la construcción del estudio en Giverny. Al momento de trabajar en este cuadro Monet tuvo que fijar su caballete sobre la tierra, apartarse las moscas que le sobrevolaban y trabajar con el sol como testigo.
Se reseña este cuadro por imaginar a Monet salir de su estudio tras largas horas de trabajo y andar el puente, detenerse, apoyar las manos o los antebrazos en los barandales, mirar su jardín, sus nenúfares; estar ahí, largamente fascinado, cansado, molesto, ilusionado y luego, retirar las manos y caminar de vuelta a casa. Y al día siguiente lo mismo. Despertar, desayunar, salir de casa, cruzar el puente, pintar…
Los puentes, como los jardines, son umbrales, nos llevan de un universo a otro. Y Monet, parado encima del puente japonés, se encontraba en el lugar exacto de su vida: en medio de la naturaleza y su anhelo de pintarla.