Foca
Brancusi era una máquina depuradora de volúmenes.
No es el único, tampoco su primer ejemplar fócido, ya que en la década anterior Brancusi esculpiría una foca idéntica en mármol blanco; una clonación en toda regla con variación de color. Lo animalista —junto a la exploración del cuerpo humano— es tema prioritario para el artista, quien a lo largo de su carrera ha colocado en pedestales —nunca neutros— a diferentes bichos, voladores y acuáticos.
Influido por las lecturas orientales de su biblioteca, como las del monje budista tibetano Milarepa (1052–1135) concluye: Hay una finalidad en cada cosa. Para llegar allí, uno tiene que liberarse de sí mismo.
Sintiéndose pues liberado y trabajando en constante investigación, el observador evoluciona hacia una visión altamente metafísica del mundo que le rodea, hasta convertirse en una máquina depuradora de volúmenes. Digamos que abraza la iconoclasía: lo real para él no es el aspecto externo de las cosas, sino la esencia de las mismas, aquello que no se ve.
Quizá lo único que lo hermana con escultores coetáneos impresionistas sea la técnica de la talla directa, muy a lo Michelangelo, además de la búsqueda del movimiento, inquietud que comparte con los futuristas italianos. El pedazo de piedra azulada se nos revela avanzando hacia nosotras/os gracias a la violenta diagonal que perfila, haciéndose sentir un animal delicado, casi flotante. Tales efectos son debidos al acuoso y trabajadísimo pulimento que juega a resbalar las luces que inciden en la superficie monolítica.
Asesorado por su amigo Man Ray, Constantine gusta de fotografiar y filmar sus esculturas en su estudio y sorprenderse a sí mismo con los efectos luminosos en los muy distintos materiales con los que replica sus obras: madera, acero inoxidable, piedra caliza o bronce pulido, entre otros.
Sabemos que estaría en vivo desacuerdo con la «etiqueta», mas es justo subrayar que pasados casi 80 años, su abstracción de este animal comulga enteramente con lo que hoy, en el siglo XXI, entendemos como modernidad.