
La Crucifixión
Metros y metros de genialidad.
Apenas se conservan unas pocas decenas de cuadros de grandes genios como Vermeer. Si sumamos la totalidad de la superficie de todos sus lienzos, ni siquiera cubriría la mitad del cuadro que nos ocupa, que mide unos de 64 m2. Y, aun así, está muy lejos de la mayor tela pintada por Tintoretto: los 175 m2 de El Paraíso, en el Palacio Ducal. Y no digamos nada de los 443 m2 del lienzo del techo de la iglesia de San Pantalon, obra de Gian Antonio Fiumani de finales del XVII.
Este despliegue muy muy loco de macro-lienzos en Venecia se debe a que prácticamente no se pinta al fresco sobre muros, porque las condiciones de humedad y salinidad de la laguna veneciana se los cargaban. Es decir, lo mismo que hizo Miguel Ángel en la Capilla Sixtina sobre pared y techo, lo hicieron los artistas venecianos, pero en gigantescos lienzos que cubrían los interiores de los edificios. Y había una enorme cantidad de superficie que vestir, por la enorme cantidad de iglesias o palacios que competían entre sí. Vamos, un pique en toda regla.
Además, en Venecia hay otra tipología edificatoria que también competía por atraer a los mejores artistas, las «Scoule grandi», hermandades laicas de beneficencia que, al margen de su labor humanitaria, se gastaban una pasta en arte. La Scuola Grande di San Rocco es la auténtica «number one», visita imprescindible, prácticamente al nivel de la Basílica de San Marcos y del Palacio Ducal (e infinitamente menos saturada de turistas). Es el lugar principal para entender al pintor que nos ocupa, el más veneciano de los pintores de la escuela de Venecia.
La Crucifixión es, sin duda, una de sus principales obras maestras. Al igual que otros muchos, es un lienzo que tiene muy poco de historicismo real de la época de Jesús, y mucho de alarde de lo que era la vida veneciana del siglo XVI, cuando esta ciudad era la más cosmopolita del mundo. Así aparecen infinidad de personajes de todo tipo de etnias, ropajes y culturas, que se podrían encontrar en las calles de la Serenísima, muchos de ellos personas reales y contemporáneos a Tintoretto. Asisten a la crucifixión de Jesús como el que asiste a cualquier espectáculo al aire libre. Todos esos chismosos forman un semicírculo alrededor de las tres escenas de crucifixión, lo que le da al cuadro una tridimensionalidad increíble. Ese semicírculo se cierra por delante con nosotros, los espectadores reales, que entramos así a formar parte del cuadro como un cotilla más que asiste al «entretenimiento».
Quizás, la mayor genialidad del cuadro, algo no visto hasta ese momento, son las tres escenas de crucifixión totalmente diferenciadas. A la derecha, están iniciando la de uno de los ladrones, aun en el suelo; a la izquierda, están levantando la cruz del segundo ladrón, con personajes en pleno esfuerzo físico, que nos recuerdan a los martirios posteriores de Caravaggio o Ribera; en el centro de todo, Jesús ya crucificado, que organiza radialmente toda la composición y que parece que se nos viene encima.
Esta absoluta y genial teatralidad, con cantidad de escenas independientes en las que en cada una suceden cosas diferenciadas ha sido catalogada como precedente del barroco por muchos autores. O cabría decir, ¿el inicio del barroco pleno?