La dama de Shalott
Una de esas historias medievales que nos encantan.
Who is this? and What is here?
Así se pregunta Tennyson, quien dedica un poema a este enigmático personaje. Elaine de Astolat es la protagonista de una historia medieval que se convirtió en mito.
A la bella joven una horrible maldición le perseguía, jamás podría mirar hacia el Camelot, la fortaleza del Rey Arturo, si se enfrentaba a su destino moriría. Encerrada en una torre sin mayor entretenimiento que tejer tapices, observaba que había más allá de su ventana a través de un espejo. Su mirada tropezó en Lancelot, un caballero de la mesa redonda y la dama sucumbió.
Existen varias versiones acerca de esta leyenda, pero esta será la que J. W. Waterhouse dote de alegorías, color y vida.
El misterio de la escena es envolvente, la dama de mirada perdida huyendo de su propio sino. El simbolismo es palpable en ese candelabro casi incandescente y esas velas apagándose como si la joven exhalara su último aliento, un desesperado intento de bocanada de aire. Este cuadro presenta tantos detalles como emociones transmite: melancolía, pasión, fatalidad.
El resurgir de la naturaleza como gran género del siglo XIX queda más que reflejado, la singularidad del paisaje, lo pintoresco del lugar será otra de las claves de la escena.
La obra encaja a la perfección en los convencionalismos artísticos de la época victoriana, una estética que bebe del mundo clásico. John William Waterhouse, desarrollado como pintor prerrafaelita, un romántico de los que creían que tiempos pasados fueron mejores, la fascinación por los días lejanos. Este sentimiento no difiere de la moda actual, lo vintage, el apego por lo antiguo.
El romanticismo se mueve en muchos códigos pero por encima de todos es la esencia del espíritu reflejada en cada pincelada.
El sentimiento del artista es su ley.