La transfiguración
Rafael se adelanta a su época.
El Cardenal Julio de Médici encargó dos obras que debían emplazarse en la catedral de San Justo de Narbonne, ciudad donde se había convertido en obispo (posteriormente se convertiría también en el Papa Clemente VII). A Rafael le pidió la Transfiguración y a otro artista, Sebastiano del Piombo, la Resurrección de Lázaro.
Rafael pinta dos episodios en el retablo, ambos se narran en el Evangelio de Mateo, y hay una clara separación entre la parte superior con la esfera celestial y la inferior: la esfera terrenal.
Arriba aparece Cristo sobre el monte Tabor, cuando se transfigura en gloria divina, de ahí esa luz tan blanca que lo rodea y destaca entre toda la composición. Lo acompañan en los laterales los profetas Moisés y Elías. Justo por debajo de Jesús, hay tres de sus discípulos, que parecen incluso asustados ante tal transformación que han debido ver con sus propios ojos.
En la parte inferior, la escena es mucho más oscura, con los Apóstoles, situados a la derecha, que intentan curar a un niño poseído por algún demonio (o podría hacer referencia a un ataque de epilepsia) que aparece a la izquierda. Por mucho que lo intenten, no tienen la capacidad suficiente para curar a ese niño. Será Jesús, por supuesto, quien obrará el milagro.
El hecho que hace que la pintura sea maravillosa es el tratamiento de esta: Rafael anticipa no una sino dos corrientes artísticas que vendrán después del Renacimiento y Clasicismo: el Manierismo y el Barroco. Fijaos en las torsiones y posturas retorcidas de algunas de las figuras, además de un claroscuro en la parte inferior digno de Caravaggio, que no llegará hasta unos cuantos años después. Y no sólo está el claroscuro como elemento futuro del Barroco, apreciamos también cierto dramatismo y tensión en el niño poseído y los personajes más cercanos a él.
Es una de las últimas pinturas del gran Rafael, y una buena manera de dejarnos su legado: este gran pintor no dejó de evolucionar durante toda su (por desgracia) breve trayectoria artística, siempre aprendía algo de los otros artistas que conoció y trabajaron en el mismo tiempo que él, e introducía algunos elementos en sus propias obras, además de su sorprendente capacidad propia.
Según dijo Vasari en sus Vidas, que la Transfiguración de Rafael es, sin lugar a dudas, «su obra más celebrada, más bella y más divina».