Madonna de la Victoria
Pomposidad pagana.
Napoléon saqueó esta maravilla, por eso está en París. Pero es una obra italiana en todos los sentidos. De Mantua en concreto. El marqués Francesco Gonzaga y su esposa le encargaron a Mantegna este exvoto para agradecerle a Dios haberlo salvado en la batalla de Fornovo (1495), precisamente contra los franceses. Ironías del mundo del arte.
Mantegna se pone en modo super-artista de nivel 100 y crea una composición piramidal con la Virgen María y el niño de vértice, rodeada de los cuatro santos guerreros: San Andrés, San Miguel, San Longinos y San Jorge. Abajo, de rodillas, un retrato del donante y la que podría ser su esposa (aunque está un poco vieja, la verdad). El otro niño que aparece es San Juan con su mini-cruz. Todos se encuentran sobre un pedestal con una escena de la tentación de Adán y Eva. Llama la atención la calidad de las texturas de los mármoles.
Todos y cada uno de estos personajes están pintados de forma sublime, mágica, acojonante, grandiosa. Mantegna fue de los mejores en lo suyo, no cabe duda. Unos personajes atemporales que conviven en una atmósfera casi hipnótica, entre un sueño y una fumada.
Pero lo más curioso, lo que siempre llamó más la atención de este cuadro fue esa pérgola casi pagana, decorada con flores y frutas, dando una mayor sensación de ensoñación a la escena —todo un Midsommar—, y sobre todo destaca ese coral que recuerda a una arteria humana. Un elemento simbólico, casi un amuleto que está sobre todos, y que remite a la sangre, símbolo de vida y a la vez de muerte.