Manzanas y galletas
“No hay cosa más sana, que pintar una manzana.”
Se acerca el día en que una simple zanahoria, vista con otros ojos, desencadenará una revolución.
Paul Cézanne sabía mejor que nadie que el arte había cambiado y esta profética frase se hizo realidad, en parte gracias a sus avances en el terreno pictórico. Eso sí… cambiemos zanahoria por manzana.
Las naturalezas muertas de este pintor son sorprendentes. Ya no solo por las composiciones, con las que consigue equilibrios milagrosos, sino por su revolucionarias innovaciones en la estilización de formas y por traducir los volúmenes en puro color.
Cézanne recuperó un género siempre tan vapuleado y lo volvió a ennoblecer: «¡Con una manzana, quiero sorprender a París!», dijo en una ocasión. Y lo consiguió, aunque quizás tras su muerte, cuando fue valorado, o más bien idolatrado.
Las manzanas fueron, por así decirlo, musas del artista. Estas «esferas inestables» se amontonaban en su estudio, inspirando sus revolucionarios experimentos. Las simbólicas frutas sustituyeron a las flores, que se marchitaban rápido. Las manzanas también cambiaban de color (pintó manzanas rojas, verdes y amarillas), pero conservaban su esencia, su imponente geometría. En sus cuadros, a veces son macizas como piedras, y recuerdan en ocasiones a paisajes acantilados.
También está la leyenda de que cuando Cézanne y el escritor Emile Zola estudiaron juntos, a este último sus compañeros le hacían bullying. Cézanne defendió a su colega del acoso y recibió una paliza. En agradecimiento, Zola le dejó un cesto de manzanas en el dintel de su puerta. Quizás es así como el pintor le devuelve el regalo a su amigo. [1]
Años después sería Zola el que animaría a Cézanne a mudarse a París para emprender su carrera como artista, aunque más tarde se distanciarían a causa de un libro de Zola, en el que retrata a un pintor incomprendido y con muy mala suerte en el que Cézanne se vio reflejado.