Nabucodonosor
Un monstruo humano.
«Yo, Nabucodonosor, vivía tranquilo en mi residencia, rodeado de prosperidad en mi palacio».
Con esta cita se abre el capítulo IV del libro bíblico de David, en el que se nos narran la vida y obra de, entre otros, el rey Nabucodonosor II, que gobernó Babilonia entre los años 604 y 562 a. C.
William Blake, sin embargo, decide no representar al monarca en su momento de mayor esplendor. Tal y como narra la Biblia, Nabucodonosor estaba dominado por una profunda soberbia, que le llevó incluso a menospreciar el papel de Dios en la creación y gloria de su poderosa ciudad: Esta es la gran Babilonia, construida por mí como residencia real, obra de mi poder y manifestación de mi magnificencia.
Como es habitual en todo el Antiguo Testamento, Dios no se toma demasiado bien esta clase de bravatas, por lo que maldice al rey y lo convierte en un horrible monstruo. Lo despojó de su reino y de sus lujosos ropajes, le cubrió el cuerpo de pelo e hizo que le brotaran colmillos y garras como los de una fiera. Cayó Nabucodonosor al suelo y empezó a reptar como los reptiles, alejándose de Babilonia durante siete años (al cabo de los cuales acabó reconociendo a Dios como su superior, recibiendo así no solo el perdón divino, sino también el trono que había perdido).
El fondo se nos presenta neutro, difuso, pues el autor pretende llamar nuestra atención sobre dos puntos concretos de la figura de Nabucodonosor: su rostro, retorcido en una mueca a medio camino entre la locura y el arrepentimiento, y sus pies, en los que vemos como empiezan a brotar las afiladas garras.
Este grabado hace pareja con el que Blake retratara a Isaac Newton, mostrándose ambos como las dos caras de la conciencia humana: mientras que el intelectual británico está sujeto por la esclavitud a la Razón, el rey bíblico es un esclavo de los sentidos y las pasiones humanas.