Retrato de Fran Lebowitz
La neoyorquina que se codeó con todo el mundo.
Esta fumadora libre de maquillaje y melenita a lo príncipe renacentista es Fran Lebowitz con treinta años, figura capital en la escena cultural de Nueva York durante las últimas cinco décadas, donde llegó iniciándose los setenta, convirtiéndose a lo largo de todos estos años allí en testigo transversal de todo lo posible e imposible. Ella fue, y sigue siendo, el epítome del «estar donde hay que estar», la mujer privilegiada que se relacionó familiarmente con los creadores más potentes de la segunda mitad del siglo XX.
El mundo lego ha conocido a Francisca gracias a la serie documental de Netflix dirigida por su buen amigo Martin Scorsese Pretend it’s a city, en la cual la ahora septuagenaria —con elocuencia de filósofa y desparpajo de drag queen— diserta ante un teatro abarrotado sobre las alegrías e irritaciones que Nueva York le provoca.
Pero centrémonos en sus anécdotas arty (qué es lo que a nosotras/os nos alimenta), como por ejemplo el mal rollo recíproco que cultivó con Warhol —y que duró los once años que escribió para su revista Interview—, la negativa a asistir a una cena con Leni Riefenstahl (opina que haber puesto su enorme talento al servicio del régimen nazi es éticamente reprochable) y ya más nostálgica cuando muestra unos preciosos gemelos espirales del cinético Alexander Calder que el nieto del artista le ofreció.
Lebowitz además reflexiona sobre las necesidades simbióticas y mundanas del artista —y sintiéndose víctima absoluta de la prohibición de fumar en lugares públicos— espeta al respetable:
«Para que surjan ideas es muy importante salir con gente, hablar, sentarse en bares, fumar. Esta es la historia del arte.»
También critica abiertamente la histeria capitalista de las subastas:
«Si vas a una subasta sale el Picasso y… silencio sepulcral, una vez que el martillo lo adjudica a un precio… aplausos; vivimos en un mundo donde aplauden el precio y no el Picasso.… Deberían aplaudir cuando sale el Picasso…. ¿no se le daba bien pintar?»
Sin embargo, su crítica a los precios desorbitados del arte se convierte en lamento cuando confiesa su pésimo ojo como especuladora: vendió un par de Warhols dos semanas antes de palmarla Andy, y en el caso de los siete Mapplethorpes que él mismo Roberto le regaló fue incluso más doloroso, ya que en una mudanza (inconsciente del altísimo valor que la obra de su paisano alcanzaría en el futuro) acabaron todos en la basura.