Tierra de fuego
Arcadia gloedeniana.
En esta ocasión Guillermo desnuda a sus taorminesi cómodamente en la terraza de su villa con vistas al Etna, lugar perfecto para la recreación de su Arcadia gloedeniana. Estos son retratados como vestigios humanos de un paraíso extinto, como los descendientes legítimos de los pastores y flautistas de aquella Magna Grecia. Definitivamente nuestro noble ha encontrado el lugar donde crear su burbuja estética bien inflada de idealización y melancolía clásica. Cada una de sus imágenes son muestra de un mediterranean life style que hibrida a los indígenas con un entorno teatrero, negando toda evolución (siempre patética) al conjunto en favor de sus propias fantasías. En su paraíso austero y sofisticado, la vida transcurre con un relajo y despreocupación casi lisérgicas.
Mientras Wilhelm fotografía en Sicilia, Gauguin (otro buscador de paraísos) pinta en Tahití, ambos comparten el mismo objetivo de narrar sus «islas de felicidad». Los escorzos tranquilos y las miradas perdidas de los adolescentes italianos bien podrían pertenecer a las tahitianas que modestas e inexpresivas posaron para el francés. Esta debe ser la calma que Baudelaire considera necesaria hallar cuando se es invitado a viajar en busca de ese espacio físico. En sus destinos finales los dos amaron y murieron, aunque sabemos que donde el uno triunfó el otro fracasó. La búsqueda de Paul fue siempre frustrada; primero en una Bretaña corrompida por París; posteriormente en Tahití descubrirá que sus gentes estaban siendo adoctrinadas en la moral cristiana: algunas mujeres se cubren occidentalmente y Atiti aparece como un pequeño burgués en su lecho de muerte tan repeinado, con su medallita y con un rosario entre sus manos; para qué más…
Gauguin anhelaba conocer las religiones inalteradas y autóctonas del Pacífico, la teología de la Europa meridional en cambio siempre gustó (por contraste) a Guillermo: ¿qué puede resultar más exótico, supersticioso y primitivo para un luterano que el catolicismo? Nunca le importó la fe de sus buenos salvajes, solo le interesaba convertirlos en unos politeístas en bolas. Pronto, este travestismo clásico se convirtió en un material precioso para una lúbrica clientela internacional demasiado huérfana de estímulos homoeróticos. El paraíso discreta y postalmente llega a casa.