Élisabeth Vigée-LeBrun
Francia, 1755–1842
Durante muchos años, como sucede con la mayoría de las mujeres artistas, Élisabeth Vigée-LeBrun fue una de las grandes ausentes de las enciclopedias de arte. Sin embargo, es una de las pintoras más importantes de su siglo; su trabajo fue muy apreciado por todas las cortes europeas, hasta el punto de que nobles y realeza se disputaban el honor de ser inmortalizados por su pincel. Se dice que la reina María Antonieta, después de ver el primer retrato que le hizo (donde aparece joven y hermosa, sosteniendo en una mano un cestillo de mimbre y en la otra una rosa), no quiso que la retratara nadie más.
Madame Vigée-LeBrun había nacido solo con el Vigée (el LeBrun lo tomaría de su marido, con quien se casó a los veinte años cediendo a un deseo materno), en la primavera de 1755. La Ilustración estaba en su apogeo y se avecinaban nuevos tiempos. Su padre (al que estuvo muy unida) siempre alentó su temprana vocación por la pintura y la animó a tomar clases. Así, ya en su tierna adolescencia, Élisabeth aportaba dinero a la economía familiar con el fruto de su arte. Su obra llamó la atención por su sinceridad y frescura y pronto la nobleza parisina cayó rendida a sus pies.
La joven se ganaba muy bien la vida y, como ella misma reconoció en sus memorias, no tenía ninguna necesidad de contraer matrimonio. Pero su madre la animó a aceptar la proposición de Monsieur LeBrun, un marchante de arte conocido de la familia, la (supuesta) fortuna del cual había impresionado a la progenitora. Y no era mal hombre el tal LeBrun, pero resultó ser un poco (bastante) aficionado al juego, de modo que la recién casada pronto se vio privada de la fortuna que había ganado con su esfuerzo y dedicación.
Quizá el único bien que le aportó el matrimonio fue Julie, su hija, a quien Élisabeth adoraba y que aparece en muchas de sus obras.
La Revolución llega y su amistad con la reina guillotinada levanta sospechas. Élisabeth debe huir precipitadamente de Francia. Los revolucionarios obligan a su marido a divorciarse de ella. La artista es persona non grata en la nueva república, y en los años siguientes, hasta que se le permite regresar a París con Napoleón I, peregrina de corte en corte, pintando a los personajes más importantes de Europa, incluido literatos como Lord Byron o Madame de Stäel.
Antes de morir, ya anciana, en 1842 (y con el dolor de haber visto morir a su hija), tuvo tiempo de escribir sus maravillosas memorias, donde recoge su ajetreada y apasionante vida. Su obra pictórica, de un estilo dulce y amable y ejecutada con una técnica perfecta, fue pronto olvidada, y su figura desapareció de todos los manuales de arte, mientras Fragonard, Gainsborough y sus otros contemporáneos varones llenaban páginas y páginas de arte dieciochesco.