La bañista
Lebrun pinta a su hija.
Es esta una de las obras más conocidas y quizá una de las más bellas de Élisabeth Vigée-Lebrun. La bañista del título, que parece sorprendida en su aseo, no es otra que la hija de la pintora, Julie Lebrun, conocida familiarmente como Brunette (quizá por el color de su pelo, ya que brunette quiere decir morena en francés, o puede que fuera un diminutivo cariñoso de su apellido). La pequeña aparece en muchos de los cuadros de la artista, ya desde su más tierna infancia, hecho que demuestra la adoración que Élisabeth sentía por ella. En efecto, madre e hija estuvieron siempre muy unidas, y la prematura muerte de la joven, a los treinta y nueve años, sumió a Élisabeth en un estado de profundo abatimiento.
La vi otra vez, la sigo viendo en los días de su infancia. ¡Oh, infortunio! ¿Por qué no me sobrevivió?,
grita la madre, desesperada, en la última página de sus memorias, cuando evoca las últimas horas de su hija.
Julie Lebrun aparece representada a los doce años. En un gesto de pudor y vergüenza, se cubre el pecho mientras dirige una mirada asustada hacia algo que está más allá de nosotros. Ese algo no es otra cosa que los dos viejos del relato bíblico, aquellos que querían manosear a la pobre y casta Susana, ya que parece ser que Vigée -Lebrun se inspiró en el episodio para pintar la obra. En este caso, la pintora describe la escena de un modo distinto a su homónima Artemisia Gentileschi, pues los dos viejos acosadores desaparecen del lienzo y la atención se centra exclusivamente en la reacción de la muchacha. La figura de Julie se erige como una estampa clásica (acentuada por el drapeado de su camisón y su pelo recogido a la romana), en concordancia con los aires neoclásicos del momento. Pocos años atrás, en 1789, madre e hija habían iniciado un largo peregrinaje por las cortes europeas, ya que a Robespierre y compañía se les había atragantado la amistad de la artista con la reina María Antonieta. Así, divorciada y con su pincel como único medio de sustento, Élisabeth Vigée-Lebrun consiguió mantenerse económicamente, lo que no deja de ser una proeza en pleno siglo XVIII tratándose de una mujer.
El cuadro, de dimensiones íntimas, fue pintado en 1792 durante la estancia de las dos mujeres en Rusia, que fue muy prolífica para Vigée-Lebrun a nivel artístico.