Retrato de Anna Stroganova
Desde Rusia, con amor.
Cuando crucé de nuevo la frontera rusa, me deshice en lágrimas, nos cuenta Madame Vigée-LeBrun en sus memorias. Efectivamente; Rusia había sido, para la artista desterrada, como una segunda patria.
Élisabeth Vigée-LeBrun se había visto obligada a hacer las maletas en 1789 y salir precipitadamente de Francia, pues su antigua amistad con la reina María Antonieta había levantado sospechas. La artista inició entonces un largo peregrinaje de doce años por Europa, que la llevó a Italia, Austria y Rusia. Su estancia en este último país se alargó seis años, y durante este periodo entabló una profunda amistad con algunos miembros de la aristocracia eslava, entre ellos, los Stroganov. Vigée-LeBrun se hospedó en una de sus casas de Moscú (terriblemente fría,
según confiesa ella en sus memorias), y realizó varios cuadros para la familia. Entre ellos, el que nos ocupa.
Este sencillo pero soberbio lienzo nos muestra a la condesa Anna Stroganova con su pequeño hijo Sergei en brazos. El rostro de la mujer se apoya tiernamente en la mejilla de su hijo, mientras que el pequeño alarga la manita para tocar el cuello de la madre. La posición y la actitud de los personajes nos recuerda, inevitablemente, a una representación de la Madonna con el Niño; sensación que queda reforzada con el atuendo de ella, de marcadísimo gusto clásico. La composición es típica en la obra de Vigée-LeBrun; a la pintora le gustaba retratar a las mujeres en su actitud maternal más íntima, impregnadas de una dulce y sosegada atmosfera casera que nada tenía que ver con su elevado estatus social. Ya lo había hecho, varios años antes, con su amiga María Antonieta, a quien había desprovisto de cualquier atributo real para representarla como una abnegada y orgullosa madre de familia.
La obra posee un innegable halo neoclásico; en ella todo es equilibrio, armonía, monumentalidad. El rotundo perfil de las figuras rememora las estatuas clásicas; el fondo, neutro y desprovisto de elementos que desvíen la atención, enmarca a los personajes y los hace sobresalir del lienzo. Los tonos cálidos del vestido de Anna Stroganova se complementan a la perfección con el blanco puro de la ropita del niño y el lacito azul que ciñe su cintura, del que encontramos un eco en el azul oscuro del manto. Eran los años finales del siglo XVIII, y el Neoclasicismo se encontraba en todo su apogeo. Solo en Alemania, lentamente, empezaban a aparecer los atisbos del que sería su sucesor (y, quizá, su réplica): el emotivo y tormentoso Romanticismo.