Hippolyte Flandrin
Francia, 1809–1864
No sabemos si calificar a Hippolyte Flandrin de neoclásico o de romántico. Aunque sinceramente ¿qué importa? Era un artista excepcional, e inclasificable, como su maestro, nada menos que Dominique Ingres, que también bailó entre estas dos grandes corrientes que dividieron tan claramente el siglo XIX.
Flandrin era técnicamente un puto fenómeno, un fuera de serie, un niño prodigio. No es que eso nos importe en HA!, pero desde luego merece todos nuestros respetos. En 1832 obtuvo el Premio de Roma, esa medalla que todo artista decimonónico quería conseguir (recordemos que grandes figuras como Goya no las consiguieron, y hoy están —al menos— en el Top 5 de la historia del arte internacional [1]) y se pasó cinco años a cuerpo de rey en la Ciudad Eterna. No sabemos si saboreó pizza y helados, pero lo seguro es que visitó ruinas y se empapó del mejor arte de las mejores épocas artísticas.
Como es lógico, en el regreso a París tras el viaje, Hippolyte se centró su carrera en la Academia de Bellas Artes y ejerció de ayudante de Ingres. Conservador como era, se consagró a la pintura de historia y la pintura religiosa.
Cuando vio el final de sus días, regresó a su amada Roma y allí murió de viruela. Sus restos, sin embargo, descansan en el parisino cementerio del Père Lachaise con ilustres nombres como Jim Morrison, Chopin, Oscar Wilde, Meliès, Daumier, Modigliani, David, Delacroix. Cierto es que ahí también está Trujillo.