Adoración de los Magos
Serenidad aparente, pero si afinamos la vista vemos a nuestro Bosco de siempre.
Uno de los mayores tesoros del Prado es este tríptico en el que vemos —al menos a simple vista— a un Bosco más contenido de lo habitual. No hay escenas delirantes, animales fantásticos, paisajes del mundo de los sueños ni cualquiera de las enigmáticas figuras que pueblan el universo de esta bestia parda de la historia del arte.
De hecho, lo que vemos es lo que hay: ni más ni menos que la Epifanía, ese momento en el que los tres Reyes Magos llegan al final de su largo viaje y adoran al pequeño Mesías.
Aunque si afinamos un poco la vista sí podemos reconocer a nuestro Bosco de siempre en esas pequeñas escenas en miniatura que convierten la escena en algo mucho más bizarro, por no hablar de esos paisajes con sus edificios entre lo oriental y lo onírico.
El el panel izquierdo del tríptico podemos observar al donante Peter Bronckhorst (lo sabemos por su escudo familiar). Todo muy normal, pero detrás esta san José en una inusual escena secando lo que pueden ser los pañales de su hijo putativo. Al fondo, algunos habitantes del universo bosquiano hacen cosas extrañas.
En el panel central (en el que como véis falta san José), podemos observar la escena principal: una cabaña a punto de venirse abajo en la que un desnutrido niño Jesús se sienta en el regazo de su madre recibiendo a los tres astrólogos venidos de tierras lejanas.
Los magos, como hacen desde entonces, le llevan regalos al niño. Melchor, el asiático, le da una escultura de oro con el sacrificio de Isaac, y de paso aplasta unas cuantas ranas (que suponemos que representan el pecado). Gaspar el europeo (vestido con una capa bastante cool con motivos del Antiguo Testamento) le regala incienso en un plato a medio tapar. Baltasar el africano trae como regalo la famosa mirra empaquetada para que no se la coma toda ese pequeñísimo ave Fénix.
La escena la observan personajes de lo más extravagante con poses nada sagradas (y ahí es donde vemos al Bosco más característico), desde ese hombre medio en pelotas con moreno obrero, joyas y una herida purulenta (el Anticristo, según la mayoría de los estudiosos) a los grotescos pastores que observan la escena con muy poco respeto hacia lo sagrado. La gente espía, conspira, acecha y fisga de forma bastante malintencionada. En el tejado, un par de músicos también cotillean. Probablemente son todos ellos símbolos de la maldad que rodean esa bondad que representa el pesebre de Belén.
Al fondo, dos ejércitos se disponen a acabar el uno con el otro, destrozando toda la serenidad y supuesta paz que aparentemente veíamos en el cuadro.
En el panel derecho del tríptico vemos a santa Inés (de ahí el cordero) con la donante Agnese Bosshuysse, pero detrás podemos observar como un oso y un lobo atacan a los viandantes (¿los peligros del viaje, quizás…?).
Si cerráramos el trípico, veríamos al papa Gregorio arrodillado delante de un altar con el sarcófago de Cristo y los episodios de la pasión. Es el futuro poco agradable que le espera a ese niño que hoy es recibe presentes y es tan feliz. Además podemos ver algunos retratos de posibles donantes que hicieron posible que tal obra maestra llegara a nuestros ojos.