Atiti
Gauguin retrata al hijo de unos vecinos.
En 1891 Paul Gauguin se muda a Tahití para vivir en su paraíso particular. Allí puede hacer realidad su visión de vivir en un idilio primitivo, una Arcadia tropical donde el ser humano es libre y feliz. En esta Polinesia idealizada el pintor se hace amigo de unos vecinos, la familia Suhas, que tenían un hijo llamado Aristide “Atiti” que le cae particularmente bien.
Un día, por desgracia, el niño muere repentinamente. Tenía 18 meses y Gauguin sólo puede honrar su memoria de la única manera, de la mejor manera que puede: la pintura. El artista entra en la choza de sus vecinos y realiza este retrato del niño en su lecho de muerte, repeinado, con un rosario dentro de sus manos inertes y una cinta azul con un medallón alrededor de su cuello. La madre del niño se queja un poco. El retrato no tiene mucho parecido con su hijo.
Pero es que Gauguin no pretendía representar la realidad, sino retratar su experiencia interior de la misma. Expresar sentimientos, llevar el arte un poco más allá, reflejar un estado de ánimo, y a ser posible de la manera más sencilla con los colores más brillantes, más intensos, acordes con la intensidad emocional de la escena.
Así representó a Atiti, su amigo polinesio de 18 meses.