Baco adolescente
Baco es barroco.
Es indiscutible la intención de Caravaggio con Baco (1595). No únicamente hace gala de un escorzo perfecto —véase la fuerza de los músculos tensos, la soltura con la que se desliza la tela sobre su pecho fornido—, sino el carácter de festejo desenfrenado que retorcía a la capital italiana durante el siglo XVII. Está la fruta, está el vino y, sobre todo, está la mirada seductora del dios del libertinaje, que parece sostener una promesa de sobriedad perdida en la mano izquierda, dentro de la copa que ofrece a sus invitados.
El personaje encarna las características que definen al maestro milanés: está el manejo perfecto de la tridimensionalidad, el carácter sensorial de los elementos representados, y esa manera tan particular de Caravaggio de aterrizar en un plano terreno aquello que se tiene como sagrado. Baco no es más que un anfitrión más de los bacanales romanos en la pieza: ése que siempre invita otra copita, ése que se ríe con todos los presentes, ése que está dispuesto a otro trago más.
Baco mira al espectador con las mejillas sonrosadas. Es la sonrisa de la vida laxa, de la vida suave, de la vida de la fiesta y del lujo de la buena fortuna. Se le ve fuerte, vigoroso, atento a las necesidades más instintivas del cuerpo. Y con esa misma soltura desobligada, ofrece una copa de vino, a manera de invitación para formar parte de la bonanza. Todo él es goce: seda fina, fruta madura y mirada difusa, quizá, por la influencia del alcohol que le tiñe los dedos de rojo. Baco es bonanza. Baco es fiesta. Baco es barroco. Baco es Roma.