Santa Catalina
La santa junto a su instrumento de tortura.
Cuando los técnicos del Área de Restauración del Museo Thyssen radiografiaron la rueda con cuchillos sobre la que se apoya Santa Catalina de Alejandría, comprobaron que en un primer momento Caravaggio quiso pintarla completa y lista para su uso. Al retirar el barniz de las manos y el torso de la mártir, los restauradores descubrieron una piel aún más pálida, surcada de unas azuladas y hermosas venas, de una especial delicadeza en la zona del hombro izquierdo.
En la barbilla de la modelo Fillide Melandroni, apreciaron unas hendiduras cerca del labio, que el artista había practicado sobre la imprimación para otorgar más volumen y mayor vida, si cabe, a la expresión de su amiga, con la que compartía la costumbre de levantarse tarde los lunes. Aquí parece muy seria, pero a la niña se le daba bien escupir, jurar en arameo, y marcar en la cara a sus rivales de los bajos fondos de Roma: la alegría de toda suegra.
La fuente de luz, procedente de la parte superior derecha, convoca una serie de sutiles arañazos en el cuello y en los pliegues de la camisa blanca de la cortesana, seguramente realizados con la punta del mango del pincel. Pero es la expresión en los ojos de Melandroni lo que verdaderamente nos atrapa. A continuación, nos sugiere que bajemos la vista y recorramos sus pómulos, la extraña oreja cubierta por el pelo, la mano apoyada en la empuñadura de la espada, y la hoja que atraviesa la tela parda y finaliza en un reflejo ensangrentado.
Todos los personajes que protagonizan esta etapa pictórica de Caravaggio parecen empeñados en desvelarnos alguno de los misterios de una luz teatral, mientras que con sus gestos esconden sin demasiado disimulo alguna forma de invitación a vivir fuera del cuadro.