Beethoven
Videad bien, hermanitos. Videad bien.
Una niña vestida de blanco y su perro posan al lado de una partitura en la que leemos el nombre de Beethoven. Un cuadro limpio y pulcro, propio de ese «retorno al orden» que prevalecía en las artes como una reacción a la guerra en esos años.
Pero hay algo extraño en esta escena, y puede que ayude a ello el espejo que duplica la figura y confunde todo el espacio como un laberinto irreal. También son inquietantes ciertos elementos del mobiliario como esa guitarra sin cuerdas, o esa silla de una escala que debería ser menor.
Pero sobre todo se amplifica lo irreal de la escena con la mirada casi siniestra de la niña con su vestido y sus medias blancas inmaculadas. Dentro de su inocencia parece un drugo de la pandilla de La naranja mecánica de Kubrick, esos adolescentes a los que tanto les encantaba el divino, divino Ludwig van.
Son misteriosos detalles compositivos típicos de ese realismo mágico que fue la pintura metafísica, que dentro de una escena cualquiera de la vida cotidiana y doméstica, se transmite una atmósfera que podríamos calificar de alienante. Como un sueño o un delirio a plena luz del día bañados de luz en una habitación en la que, si no fuera por el título de la obra, reinaría el silencio.
Dentro de ese sueño se reflejan silencio, calma, quietud, como en la técnica artística de Casorati, que parece construida a partir de lentas sedimentaciones tanto pictóricas como emocionales.