Cristo en la cruz
La poca nitidez del Cristo romántico.
En el siglo XIX fueron pocos los artistas que se esforzaron en tratar temáticas apartadas de sus intereses personales. Por este motivo resulta admirable ver las obras de tema religioso del pintor francés y comprobar que entre ellas se encuentran muchos de los mejores intentos de renovación pictórica que él tanto anhelaba. Se contemplan entre ellas los cuadros que mejor permiten hallar ese espacio de común impacto con el observador, de presencia ante un acontecimiento reconocible por todos sin que la libertad de espíritu del individuo se viera incapacitada. Delacroix escribió que la verdad es revelada únicamente al genio, y este es siempre una persona solitaria.
De hecho, incluso en sus más amplios momentos históricos (de vasto valor alegórico), en sus composiciones más complejas donde tantos cuerpos se desplazan, incluso allí parece que cada ser va a lo suyo. Fíjense en los ojos de sus personajes: casi nunca miran a un mismo punto. Deténganse por un momento en sus posturas: parece que les obligaron a posar, que no querían estar allí, que los modelos fueron colocados dentro de un ordenado caos. Mientras tanto, los rasgos caen y se mezclan con los finos detalles en una veloz persecución de la excelencia; el artista se ha forzado a retocar las breves explosiones de pigmento, pero hasta cierto punto. La mano ha trabajado el óleo como si fuese acuarela, y su dueño se interroga a diario sobre el sentido de la belleza. Y los leones llevan el pelo enmarañado como el propio Delacroix.
En esta, llamémosla etapa, de búsqueda de verdad en los motivos religiosos, observamos la lucha de Jacob contra el ángel en un Peniel de exagerada frondosidad, de clara inspiración marroquí (ref. Génesis 32:30). Jacob se lanza contra el pecho del ángel como si buscase mover una montaña, se arroja con todo su cuerpo. Y sobre todo, es importante la referencia a Cristo. Durmiendo líquido mientras la barcaza donde viaja con sus discípulos se pliega bajo la tempestad (Mateo 8:23–24), o y recostado sobre el Monte de los Olivos (obra del año 1827).
Pero si hemos de destacar una imagen de Cristo para cuya realización Delacroix investigó a fondo, esa es la de la cruz, de la que nunca pudo ofrecer una mirada nítida. En su versión, bajo un cielo verdoso, Cristo dirige su vista al suelo con un rostro emborronado, las palmas de las manos tensas, rodeado de sombras, apenas un esquema de músculos resplandecientes. Delacroix estudió esta vista lateral y dejó una importante cantidad de bocetos y dibujos a lápiz preparatorios, partiendo en ocasiones de las versiones de otros maestros como Rubens.
El Cristo de Delacroix hunde su mentón en el pecho. Es un cuadro insólito en su producción, pues él suele pintar a sus personajes con el cuello en una incómoda actitud. En esta imagen apenas hay signos de rigidez. Fue un cuadro realizado poco antes de su traslado a París, previa estancia en Bélgica (recién independizada) para empezar a recibir honores y centrar su actividad en los bodegones de flores, señal de una opaca degradación. Sin embargo, nos queda su manera de retratar el cuello de Cristo, un cuello impregnado sobre madera, un cuello desintegrado y fundido en un revoltijo de color.