Cristo en el desierto
Un Cristo humano.
Mucho antes de que la Revolución de Octubre (o de Noviembre, dependiendo del calendario que nos apetezca usar) reivindicara los derechos sociales y la dignidad de las clases más bajas de Rusia, un gran número de intelectuales rusos (entre ellos escritores y pintores) ya habían puesto el dedo en la llaga y habían dado la vara al zar de turno con el tema. Algunos de estos intelectuales (casi) acabaron muy mal (como el pobre Dostoievski, que se salvó del patíbulo de milagro), pero otros fueron más o menos escuchados por la sociedad eslava. En este último grupo se encuentran los pintores pertenecientes a la Peredvizhniki, una Asociación creada en 1870 precisamente para llevar el arte, y, con él, la cultura, a los sectores más desfavorecidos.
El gran impulsor de esta Asociación, y su ideólogo más destacado, fue Iván Kramskoi. Nacido en el seno de una humilde familia de provincias, en un principio parecía contar con escasas posibilidades para estudiar Arte; pero la suerte (y el ímpetu) estaba de su lado. Kramskoi era un líder nato, y no le fue difícil acceder a la prestigiosa Academia Imperial de San Petersburgo. Sin embargo, pronto quedó profundamente decepcionado por la ideología imperante en la institución, que le parecía demasiado conservadora y elitista.
Los Peredvizhniki nacieron como protesta a este arte encorsetado, rancio y burgués que estaba tan de moda en toda Europa. Entroncados con el realismo europeo, estos artistas plasmaban en sus lienzos retazos de la vida misma, y los protagonistas dejaban de ser héroes mitológicos para convertirse en míseros jornaleros, campesinos o maginados sociales.
Cristo en el desierto se mostró al público en la segunda exposición que organizó la Asociación, en 1872. A priori, puede parecernos un motivo poco adecuado para estos artistas rebeldes; pero miremos más de cerca cómo Kramskoi ha representado a Cristo.
En un paisaje de una aridez desoladora, casi lunar, la figura del Salvador se yergue, no mayestática y triunfante, sino abatida, derrumbada, vencida. En las manos y los pies de Jesús se insinúan heridas y suciedad; la extrema delgadez de su rostro, sus facciones afiladas y sus cabellos revueltos nos producen más inquietud que paz interior. Cristo está sufriendo. Cristo es un ser humano como nosotros y, como tal, duda. ¿Qué hacer? ¿Seguir con su misión, que tanto le asusta, o renunciar? La figura no nos mira; hunde sus ojos en algún lugar lejano, se recoge, cavila, medita. Casi nos sabe mal contemplar el cuadro, como si estuviéramos interrumpiendo un momento demasiado íntimo, demasiado solemne, demasiado aterrador.
Ese es el mensaje que lanza la obra: Cristo fue un ser humano como tú; como tú, fue un desgraciado y, como tú, sufrió y dudó. Esta pintura baja a la figura del Hijo de Dios de los pedestales; nada de heroico hay en este Cristo decaído, gris, podríamos decir en un lenguaje completamente moderno. Y eso era, precisamente, lo que querían transmitir estos artistas de la Peredvizhniki. Vosotros, los miserables, también sois importantes. Vosotros, los olvidados, también estáis presentes en la memoria de Dios.
Cristo en el desierto sobrecoge y detiene el aliento. Sus colores duros y fríos se meten en las venas y nos hielan la sangre. Casi podemos escuchar el silencio sepulcral que envuelve al Salvador. En el horizonte, como una queda palabra de esperanza, se empieza a dibujar la mañana. Está considerada la mejor obra de Kramskoi; no en vano, el mismísimo Lev Tolstoi dijo de ella: Es el mejor Cristo que he visto jamás.