
Diana y Acteón
Only fans (una suscripción de muerte).
La RAE define la ira de una manera muy fílmica: «Apetito o deseo de venganza». Este pequeño desliz de carácter es sin duda uno de los rasgos fundacionales de las personalidades del panteón olímpico. Así, cualquier iniciado en mitología sabe que los dioses griegos ejercían poco la tan actual responsabilidad emocional y afectiva. Ante el mínimo contratiempo, siquiera casual, presentaban reacciones tan súbitas y coléricas como la de un chihuaha en brazos de su dueña.
A pesar de que el true crime grecorromano también gozaba de éxito en la Antigüedad y mortales, héroes, titanes, gigantes, y cualquier otro parroquiano del séquito de Baco, eran plenamente conocedores de las escabechinas perpetradas por deidades, no escarmentaban y se jugaban una y otra vez su destino.
En este caso, Tiziano decide contar el inicio del mito de Actéon y Diana. Mientras cazaba, Acteón y sus perros se toparon con el lugar secreto donde Diana, diosa romana de la caza y señora de las fieras (Artemis en Grecia), se bañaba desnuda con sus ninfas. Craso error. No sabemos si el encuentro fue intencionado o no, pero esto no le eximía a ojos de Diana (ni a ojos del Código Civil), quien ya sabía, muy letrada ella, que «ignorantia legis non excusat» («la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento»).
Diana era una diosa casta y arisca y, como su padre Zeus, tremendamente temida por vengativa. Sólo le interesaba la caza mayor: salir con sus compañeras y rehalas a cazar ciervos y jabalíes, para reponerse después en su spa renacentista. Autora de grandes estragos a lo largo de su inmortal vida, no sorprende que el precio que Acteón debiera pagar por la osadía de descubrirla desnuda fuese la muerte. Así, nada más verlo, Diana lo convirtió en ciervo. Este intentó hablar, pero en su lugar, bramó, e inmediatamente, sus propios perros lo despedazaron sin reconocerle.
Si bien Tiziano cierra el relato en otra obra («La muerte de Acteón»), en esta escena ya apreciamos presagios de su destino: un cráneo de ciervo reposa sobre una columna, numerosas pieles de venados cuelgan de los árboles sobre Diana y, al fondo del paisaje, como meras manchas, se intuye a la diosa persiguiendo a un ciervo, como un augurio.
Un revuelo de emociones invade a los personajes. Aunque la corte divina se muestra curiosa y escandaliza (ma non troppo), Diana, identificada por la media luna en la frente y un recogido con perlas, se tapa mientras fulmina al intruso con la mirada. Un perrito faldero, poco propio de una montería, ladra con fiereza. Acteón levanta las manos al estilo de los Fusilamientos del 3 de mayo e invoca clemencia, fascinado.
Tiziano potencia el dramatismo de la escena con un color intenso y una disposición dinámica de las figuras, cada una con distinta posición y acción. Diana y sus ninfas, con estricto respecto a los cánones de belleza de la época, destacan con una luz brillante. La sirvienta negra, sin embargo, se encuentra menos idealizada y lleva un sencillo vestido rayado en vez de las delicadas túnicas de sus amas.
Esta pintura forma parte de una famosa serie de cuadros mitológicos realizados por un Tiziano ya maduro y en su mejor momento. El pintor se basaba en las Metamorfosis de Ovidio para inspirarse y sorprender a su mejor cliente: Felipe II.
El mito dice que los perros de Acteón, después de la comilona, vagaron aullando por todo el bosque buscándolo. Sólo el centauro Quirón, que había enseñado el noble arte de la caza a Acteón, se apiadó de ellos. Para consolarlos, modeló una estatua con la imagen de su dueño. ¿Estarán todavía a los pies de la misma como Hachiko?