El hijo de Dios
Un Belén polinesio.
Harto de Occidente, Gauguin se va por segunda vez a Tahití, donde encuentra su propio paraíso en la tierra. Ahí pintó su obras más sorprendentes. Incluso se permitió representar la Natividad como si la Sagrada Familia fuese una familia de indígenas de la Polinesia Francesa.
No era la primera vez que Gauguin, que había recibido una educación religiosa, ofrecía una re-interpretación radical e iconoclasta de una escena de la Biblia. Años antes había pintado en Bretaña su extraordinaria Visión tras el sermón, inspirada en la lucha de Jacob con el ángel. O su Cristo en el monte de los olivos, donde incluso se permite autorretratarse como Jesucristo (y el pelo de Van Gogh como añadido).
Un belén polinesio donde no faltan la mula y el buey al fondo y una Virgen María rendida tras el parto que descansa sobre la cama con un pareo. Tanto ella como el niño tienen un halo alrededor de su cabeza como única referencia a lo sagrado de este momento trascendental.
Gauguin utiliza el colorido típico de esta etapa, donde opta por usar un cromatismo no representativo, inspirado en el arte primitivo y las estampas japonesas. Este alejamiento del «realismo» impresionista inició un nuevo tipo de arte, de enorme influencia para las vanguardias que estaban a la vuelta de la esquina.
No copies la naturaleza literalmente. El arte es una abstracción. Deriva el arte a partir de la naturaleza mientras que tu sueñas en presencia de la naturaleza, y piensa más acerca del acto de creación que del resultado.
(Paul Gauguin)