La caja de Pandora
Abrir la caja de Pandora al despertar.
El problema que el espectador se encuentra al enfrentarse a una pintura de Magritte es muy similar al de lidiar con un sueño inaprehensible inmediatamente después de abrir los ojos: es común que no sepa qué hacer de ella. Le sucede, entonces, algo parecido a salir de golpe del caudal nocturno de los sueños: es como si las imágenes se filtrasen a la vigilia desde sus ojos, que deambulan aún en otro nivel de consciencia. Intenta darles un significado, ver en ellas algún indicio de sentido, de coherencia lógica, compatible con el mundo que le toca presenciar con los ojos abiertos. Es entonces que falla en el intento, y se pierde solamente en la experiencia estética, que no deja de ser tensa, preconsciente, surreal.
Resulta casi natural que haya discusión al día de hoy entre los críticos de arte sobre cómo interpretar los cuadros de este artista belga: no hay significación que valga, no hay simbología a la cual acudir, no hay sustento del cual valerse. Está solamente la impresión sobre el espectador, y nada más. La boîte de Pandore (1951) no es excepción: muestra a dos personajes igualmente enigmáticos: el hombre de bombín, que está de espaldas —y que es una constante en el discurrir artístico de Magritte— y una rosa blanca, que parece enfrentarlo con una gallardía sugerente. Los colores que se escogieron no son casuales: salta a la vista el contraste entre el negro y el blanco que, a su vez, genera confusión contra un cielo tan incuestionablemente rojo.
La imagen causa confusión por sí misma: el espectador no termina de entender la relación entre el hombre y la flor, ni la manera en la que sus miradas parecen entrelazarse. Es la frondosidad de sus hojas y la extensión blanca de sus pétalos contra la figura pesada que la enfrenta, gélida. Estridencia, tensión, teatralidad: es como si se abriera la caja de Pandora al despertar.