La cruz de término
Perro descansa a la sombra del Mediterráneo.
La obra que más me cautiva de Rusiñol es aquella en la que el Sol causa más daño a sus posibles habitantes. En este cuadro, un perro dormita cobijado en una pequeña parcela de sombra junto a un muro tosco y estampado de musgo sucio. Parece custodiar las pertenencias del hombre que vemos al fondo, situado de espaldas a nosotros y concentrado en la vista del pequeño pueblo junto al mar. Es una postura quijotesca la del dueño del carro. Tal vez piensa que no sabe cómo continuar su camino, mientras se cubre el rostro y sufre del incordio de la tarde. Quizá, como Quijote y Sancho a su llegada a Cataluña, se empieza a dar cuenta de su condición de personaje, del sesgo de irrealidad que desciende sobre el paisaje.
La sombra que delimita la parcela del perro y la firma de Santiago Rusiñol nos muestra una cruz que queda fuera del encuadre. Se trata de una antigua señalización que suele denominarse cruz de término o humilladero, aunque yo siempre he preferido su nombre en catalán: pedró. La ciudad de Málaga (donde se encuentra esta obra) se permitió la redundancia de nombrar a un lugar Cruz de Humilladero: una localidad al norte de la provincia, y también un distrito dentro de la capital que en el imaginario de mi infancia equivalía al lugar más lejano posible. Era ese barrio al que nunca se iba y que alcanzaba proporciones de destierro.
Siempre que contemplo el botijo y el zurrón sobre la estaca y el pedazo de cielo me pregunto junto a qué mar está el perro. Y siempre me respondo lo mismo: por la diferencia de azul entre el cielo y el mar, se trata del Mediterráneo. En la época en que pintó La cruz de término, Rusiñol estaba trasladando la sede de la casa-taller Cau Ferrat de Barcelona (descrita por José Antonio Garriga Vela en su extraordinaria novela Muntaner, 38) a Sitges, donde quedaría fijado el punto de encuentro de aquella conspiración de modernistas.