La ventana abierta
¡Suelten a las fieras...!
La formación pictórica de Matisse es completísima. Aprende bajo el Academicismo de Bouguereau y el Simbolismo temprano de Moureau, y estudia el Realismo de Chardin y el Romanticismo de Turner. Posteriormente se deja llevar por las corrientes impresionistas y puntillistas, con Pissarro, Signac y otros genios como referentes. En el interior del artista, tal mezcla de influencias empieza a hervir con su deseo de experimentación; una imminente implosión de originalidad resulta inevitable.
¿No se dice por ahí que unas vacaciones pueden cambiarte? En verano de 1905 y acompañado de su nuevo amigo André Derain, Matisse se escapa hacia el sur de Francia para evadirse durante unas semanas en Colliure. El colorido pesquero y la luz mediterránea de la pequeña localidad inspirarían al pintor lo suficiente como para desatarse de las tendencias a las que se había adscrito hasta el momento, y dirigirse por fin hacia su propio camino. De este modo, La ventana abierta es una primerísima manifestación de su verdadera singularidad.
La composición impulsiva y la pincelada frenética demuestran una ingenuidad refrescante —aunque totalmente deliberada— en el proceso de percepción y plasmación de la escena. Tan sólo hay que ver, sentir y pintar, sin atender a normas aburridas ni directrices académicas. A Matisse ya no le importa el naturalismo a favor de la prioridad emocional; aún así no lo abandona completamente, sino que lo emplea exclusivamente en aquellos aspectos necesarios para que el cuadro se mantenga coherente. Hablando de perspectiva, por ejemplo, vemos la falta de ella en la planitud sin horizonte de los barcos del paisaje; sin embargo, no la ignora por completo en las inclinaciones de las puertas, que sirven para crear una profundidad que invita al espectador a adentrarse en las vistas. Lo mismo sucede con los colores. La pared interior, así como el mar, toman tonalidades simbólicas y libres; no obstante, las plantas conservan su verde para mantener la abundancia vegetal bucólica.
Por fin, las intenciones del artista se han revelado. Ha aprendido de los clásicos, y los sigue apreciando, pero sabe que la pintura debe exigir una nueva dirección hacia la libertad creativa del artista. El renovador discurso se hace público con la exposición de La ventana abierta y otras piezas similares en el Salón de Otoño de ese mismo año. Matisse y sus amigos, además de despertar una ferviente polémica, son bautizados como fauves («fieras») por la estridencia de sus obras. La primera vanguardia artística ha nacido para empezar una revolución estallada con batallas cromáticas y gritos de expresión.