Magdalena Penitente
El don de las lágrimas.
Encarnación de la melancolía, Magdalena, tan triste como bella, alcanza en esta impresionante obra de Caravaggio una expresividad religiosa verdaderamente conmovedora.
Religiosidad acaso tanto más expresiva cuanto más sutilmente reflejada, desde el característico realismo del pintor, no tanto en los símbolos o la fidelidad histórica de la escena como en la delicadeza de la composición, la luz y los gestos que dan muestra de la profunda sensibilidad de que era capaz el turbulento y apasionado espíritu de este genio inigualable del barroco.
Cumbre de su producción juvenil, la obra fue pintada por Caravaggio durante su primera etapa de actividad en Roma. La singular belleza contenida en el rostro de la modelo, quizás la cortesana Anna Bianchini, debió fascinar al pintor, pues es probable que volviese a retratarla una vez más en su virgen del Descanso en la huida a Egipto. Dos obras que han permanecido siempre juntas y que posiblemente fueron pintadas como encargo devocional destinado a una misma persona privada.
Sentada en un reclinatorio o silla de oración, Caravaggio resalta la humildad cristiana de la «pecadora arrepentida» a través de una insólita perspectiva ligeramente elevada con la que, empequeñeciéndola o abajándola, la ensalza aún más en su grandeza. Enmarcada por un fondo en sombras sobre el que se entreabre un pequeño haz de luz, la escena captura ese instante de ruptura o conversión del alma en que una lágrima da testimonio de la verdad del corazón, del dolor de una «verdadera contrición» y penitencia interior.
Despojada de toda idealización, Caravaggio incide ante todo en la humanidad de la santa, de esta mujer enamorada que será la primera en ungir o consagrar a Cristo y que se convertirá a su vez en el apóstol de los apóstoles, en mensajera de la resurrección o del poder de ese amor divino «fuerte como y más que la muerte». Humanidad en la que enfatiza crudamente, no tanto a través de la sensualidad como del patetismo del gesto que acompaña al acto de abandono o renuncia en que se desprende de sus joyas, símbolos de los lazos o cadenas que la ataban a la vanidad del mundo.
Nunca antes representada de esta manera, la Magdalena de Caravaggio refleja esa «humanización de lo sagrado» de que fue vehículo magistral su pintura; impulso latente en la espiritualidad católica de estos años, donde la virtud o el «don de las lágrimas» llegó a ser, a su vez, altamente valorado e integrado como manifestación incontenible de la abundancia del corazón, de unos afectos y pasiones indisociables de la naturaleza humana… como «señales» en que se cifraba el lenguaje de la pasión que atravesó la vida de los santos y había de atravesar a su vez a quien deseara comprenderlos.